El que fuera Jefe del Estado español entre 1939 y 1975 murió en su lecho tras una larga, dolorosa y encarnizadamente prolongada agonía y lo hizo en posesión de todo su poder y en olor de multitud. La cola kilométrica que se formó en Madrid en sucesivos días para rendirle un póstumo homenaje reunió a decenas de miles de ciudadanos de toda suerte y condición que espontáneamente quisieron darle un último adiós. Su forma de gobierno fue evolucionando desde la implacablemente represiva dictadura militar de los primeros años que siguieron a su victoria en la Guerra Civil al autoritarismo de un abuelo severo y anciano del período crepuscular de su mandato.
La asimilación del régimen que creó y que feneció con él con la abominación nazi no se sostiene si nos atenemos a los hechos y a los datos y no recurrimos a la invención rencorosa. El estudio del pasado ha de ser desapasionado, realizado con rigor analítico e interpretado en el contexto social, cultural y político en el que acaeció. El juicio de acontecimientos pretéritos con los ojos del presente no sólo es un error científico, sino la generación segura de enfrentamientos y la resurrección de rencores enterrados.
El Gobierno de Pedro Sánchez ha cometido la insensatez de levantar la pesada losa que cubría el eterno reposo de un personaje controvertido
El Partido Socialista actual está unido por una línea temporal continua a la organización revolucionaria que fundara Pablo Iglesias en 1879 y de manera reiterada sus dirigentes se han referido y se refieren todavía con orgullo a su tradición centenaria, lo que permite suponer que asumen con todas sus consecuencias su trayectoria completa, con sus aciertos y sus errores, sus contribuciones positivas y sus crímenes. La defensa de los derechos de los trabajadores, la acción sindical heroica, la lucha por la mejora de las condiciones de vida de la gente humilde, su participación leal en esa admirable operación de reconciliación y esperanza que fue la Transición a la democracia, son elementos de su ejecutoria de los que pueden legítimamente vanagloriarse, la orgía sangrienta de la insurrección de 1934, las matanzas de retaguardia en la contienda fratricida, las amenazas homicidas a los adversarios ideológicos en el hemiciclo del Congreso, el pucherazo del Frente Popular en las elecciones de 1936 y el asesinato del líder de la oposición no son precisamente hazañas de las que sentirse orgullosos.
En un enfrentamiento armado entre compatriotas se cometen las peores atrocidades en ambos bandos -nada hay más cruel y desgarrador que el relato bíblico sobre Caín y Abel- y una vez arrumbadas las armas, consolidada la paz y atemperados los odios, es un ejercicio de irresponsabilidad y de bajeza ponerse a revolver sepulturas, avivar agravios enfriados y levantar de nuevo banderas apolilladas.
Ninguno de los grupos parlamentarios que hoy se sientan en la Carrera de San Jerónimo existía cuando Francisco Franco gobernaba España ni durante la Segunda República y la Guerra Civil, con una excepción, el del PSOE, que sí estuvo presente y activo entre 1931 y 1939. Hay bibliotecas enteras que explican con minucioso detalle cada actuación, cada decisión, cada discurso y cada medida de cada quién en aquella etapa convulsa y aciaga del pasado siglo. Por tanto, las únicas siglas entre las que hoy se presentan a las elecciones en nuestro país a las que afecta de manera directa una mirada retrospectiva sobre los horrores entonces perpetrados por unos y por otros son las socialistas.
Sociedad anestesiada
Sería por ello prudente por su parte algo más de contención, de ecuanimidad y de grandeza de espíritu a la hora de rememorar desgracias remotas en el tiempo, no sea que esas remembranzas trágicas le provoquen alguna grave incomodidad que ni siquiera la estrategia de comunicación más hábil y desaprensiva pueda evitar. Es posible que la sociedad española esté en estas primeras décadas del tercer milenio anestesiada por la ignorancia, la superficialidad y la omnipresencia del fútbol, pero hay un resto de buen sentido, decoro y gusto por la verdad que sigue ahí, alerta y despierto, y que es muy arriesgado infravalorar. Basta atender a la evolución de las encuestas de las semanas recientes para advertir este consolador fenómeno.
Se han puesto de moda las películas y las series sobre muertos vivientes. El Gobierno de Pedro Sánchez ha cometido la insensatez de levantar la pesada losa que cubría el eterno reposo de un personaje controvertido que las generaciones nacidas en nuestra renacida democracia no conocieron y que las que aún le contemplaron vivo dieron por bien enterrado hace nueve lustros. Enderezar ese cadáver ya inofensivo para agitarlo siniestramente de manera inescrupulosa en un combate imaginario saldado por la Historia, encierra para el que se ha entregado a tan macabra maniobra el peligro de recibir una mordedura no por simbólica menos letal.
Alejo Vidal-Quadras