Apareció este lunes el diario El País con una fotografía de portada fantástica. La protagonizaba la víctima de un bombardeo en Ucrania, a quien el fuego ruso había sorprendido mientras intentaba huir de la ciudad de Irpin. El cuerpo estaba tapado con una sábana, aunque quedaba al aire un brazo, con la mano ensangrentada. Al lado, se apreciaba una maleta con ruedas. Pocos ejercicios de fotoperiodismo podrían ilustrar de una mejor forma sobre el horror de la guerra.
Hace casi dos años que El Mundo salió a la calle con una portada que también estremecía. Mostraba varias filas de ataúdes que se hallaban en el Palacio de Hielo madrileño, convertido en morgue durante los días más tristes de la pandemia de covid-19. Hubo quien criticó la decisión editorial de este periódico, al considerar que la exhibición de los féretros no aportaba nada. Tan sólo morbo. El lunes, no abrieron la boca, pese a que era un ejemplo similar. ¿Cuál es la diferencia? Que entonces los muertos eran incómodos para quien mandaba, mientras que ahora se utilizan de excusa para actuar. Y para tapar vergüenzas.
Mi criterio siempre ha sido el mismo al respecto: la función del periodismo no pasa por regodearse en detalles macabros ni indiscretos, pero tampoco debe ocultar la realidad. Los ciudadanos de Estados Unidos no tomaron plena conciencia de la crueldad y la sinrazón de la Guerra de Vietnam hasta que se difundieron imágenes sobre los féretros cubiertos con banderas nacionales durante el proceso de repatriación. Por eso el Pentágono trató de evitar la difusión de estas fotografías durante la invasión de Iraq. Afortunadamente, sin éxito.
Los medios de comunicación deben mostrar la muerte, el sufrimiento, la ruina y el caos tal y como se registran durante los conflictos bélicos. De lo contrario, se corre el riesgo de que la guerra se impregne de un peligroso romanticismo en la mente de los incautos. De que se considere una aventura en la que los soldados reciben medallas y los generales mueven fichas alrededor de un mapa para tomar territorios.
Los medios de comunicación deben mostrar la muerte, el sufrimiento, la ruina y el caos tal y como se registran durante los conflictos bélicos. De lo contrario, se corre el riesgo de que la guerra se impregne de un peligroso romanticismo en la mente de los incautos.
Con esa moral quijotesca vio marchar Zweig a los soldados a la Primera Guerra Mundial. Habían vivido a finales del siglo XIX y principios del XX, en un ambiente próspero y cultural y científicamente envidiable. Pocos regresaron con vida o sin mutilaciones. Varios millones de familias lo perdieron todo. Sucederá ahora en Ucrania.
Es previsible que los medios de comunicación pro gubernamentales no tengan reparos durante las próximas semanas en retratar el horror de Ucrania y en difundir todo tipo de propaganda del Gobierno de Zelenski -figura santificada, ¡cuánto cerebro vacío y oportunista, como el alcalde Almeida- porque a Pedro Sánchez le conviene la figura del enemigo exterior para tratar de atribuir a otro el desastre nacional.
Seamos claros: Putin es un autócrata y un criminal, pero en esta contienda no hay héroes ni buenos. Tan sólo víctimas, como el hombre que apareció en la portada de El País; como los refugiados o como los soldados que son enviados a primera línea de fuego a morir por la psicopatía de un líder. Ahora bien, ¿acaso conviene apoyar sin hacerse preguntas a quien tanto ha contribuido a desestabilizar Europa del Este desde que cayó el Muro de Berlín, tanto por intereses geoestratégicos como económicos? ¿Acaso puede considerarse como un 'amigo' quien ha contribuido a legitimar el régimen tiránico de Nicolás Maduro -como ocurre con las teocracias árabes- con el reciente acuerdo para comprarle petróleo? Me refiero a Estados Unidos, claro.
Putin, el enemigo externo
La prensa afín al Ejecutivo ocultará estos detalles o tirará de trampantojos para tratar de confundir sobre em verdadero rol que interpreta cada parte en este conflicto geopolítico en el que hay mucha más maldad que buenas intenciones. La tarea de los satélites mediáticos de Sánchez es engordar la figura del enemigo exterior -Putin- para que los ciudadanos culpen de la inflación y la crisis económica al Kremlin.
Si para cumplir con este objetivo de comunicación es necesario distribuir entre los ciudadanos burda propaganda, se hará. Y, por supuesto, ningún periodista afín se opondrá a la -lógica- difusión de imágenes violentas. A las que ilustran sobre la guerra.
Ésa es la diferencia entre 2020 y 2022. Entonces, convenía transmitir que habíamos salido más fuertes del confinamiento; y que la epidemia no era sinónimo de muerte, sino de divertida rutina casera.
Pero bueno, para eso ha quedado una gran parte de los medios de comunicación: para recitar sin hacerse excesivas preguntas los argumentarios que se distribuyen desde el poder. Y para cumplir con su horario, su calendario y su agenda. Fíjense, parece que la pandemia se ha terminado de un día para otro. En Navidad, La Sexta nos ilustraba sobre la mejor forma de ubicarnos en la mesa de Nochebuena para no matar al abuelo. El día 7 de enero, el Gobierno comenzó a hablar de “gripalizar” la covid-19 para no acentuar el daño económico derivado de la pandemia.
Ahora, hay una nueva guerra y como algún avezado asesor habrá visto que la búsqueda del enemigo exterior puede utilizarse de excusa para todo (o casi), las tertulias mañaneras se centran casi en exclusiva en el conflicto. Ya no muere gente de covid. Toca volver a manipular la realidad para atornillar los nuevos embustes a la cabeza de los ciudadanos.
Y ojo, si esto implica demonizar a cada uno de los habitantes de Rusia, así se hará. Si ocurrió con el vecino que acudía mucho al supermercado durante el confinamiento, ¡qué no pasará con gente tan lejana y desconocida!