La imagen es la siguiente. En primerísimo plano, el rostro limpio y despejado por una coleta de una joven que intuyo en la veintena. Pegado a su boca, el micrófono que cuelga de unos auriculares blancos. Lo sujeta firme con su mano izquierda. Para que su voz no se pierda. Para que Putin no pueda apoderarse, también, de sus palabras.
Su rostro ocupa prácticamente toda la ventana y apenas se atisba algo del lugar en el que se encuentra. Le presento y saludo. “Natalia. Ucraniana. Es un nombre ficticio, por precaución. Buenas tardes". No quiere decir cómo se llama. Tampoco concretar la ciudad, el pueblo, norte, sur, las coordenadas del lugar en el que resiste a la guerra. Sólo aclara que permanece en el refugio del edificio en el que su padre alquila una habitación desde que la sensatez saltó por los aires. Baja allí, asegura, en cuanto suenan las sirenas. Mientras le pregunto, observo el recuadro de su cara en un televisor y por un instante me invade una sensación: la de estar hablando con Ana Frank en versión 2.0. Quién le iba a decir a aquella chica alemana, que se dedicó a plasmar en su diario lo que supuso esconderse de los nazis en La casa de atrás, que en pleno siglo XXI conoceríamos la barbarie, al minuto, a golpe de videollamada.
El ruido de los misiles, asegura Natalia, nombre ficticio, se ha convertido en su nuevo despertador. No hay quien se acostumbre a ese sonido atroz. “Fue horrible. No podía calmarme. Nadie podía calmarme, pero ahora estoy bien. Confío en que los ucranianos van a vencer esta guerra que Putin provocó.” Transmite esta confianza en un español impecable que se va quebrando a medida que avanza una conversación que se interrumpe, paradojas de este mundo loco, por una pausa publicitaria. Después, la conexión se torna ya imposible.
En mi memoria late lo que me dijo antes de terminar la entrevista: “La vida es angustiosa (…) nuestro día empieza con la llamada: ¿estás vivo? Si alguien no te coge el teléfono, te agobias porque ya sabes lo que supone”
Cómo es este oficio del periodismo que, cada día, por unos minutos, te abre las puertas de vidas en las que, después, casi con toda probabilidad, nunca volverás a entrar. Han pasado varios días desde que hablé con Natalia, nombre ficticio. Dónde estará ahora, qué habrá sido de ella. Tampoco he vuelto a contactar con Olga. En mi memoria late lo que me dijo antes de terminar la entrevista: “La vida es angustiosa (…) nuestro día empieza con la llamada: ¿estás vivo? Si alguien no te coge el teléfono, te agobias porque ya sabes lo que supone.”
De la conversación con Yulia me quedo con esta otra frase: “Mi marido y mi hijo, de 18 años, quieren luchar, pero, por desgracia, hay tantos voluntarios que sólo aceptan a los que tienen experiencia (…) Por eso, mi hijo está triste. No lo admitieron.” Ese “por desgracia” desata una tormenta en mi estómago. Lo dice una madre y esposa que podría perder a sus dos hombres en la batalla si marcharan al frente. Ella misma reconoce lo duro que puede llegar a ser, sin embargo, no le tiembla la voz al aclarar: “Si no luchamos, no habrá pueblo ucraniano. Nadie nos va a ayudar.” Vaya encrucijada la de una mujer que tiene que decantarse entre quedarse sin familia o sin país. Esto no debería estar permitido.
Una invasión propia de otros tiempos y que nos ha estallado sin percibir si quiera cómo se removían los cimientos antes de la explosión, sin ver a Putin prendiendo la mecha pese a que lo teníamos delante, con las cerillas
Son tantos los nombres, las historias, tantas las imágenes que estos días colapsan redes y telediarios... Tanto, para un solo drama. El que provoca una invasión propia de otros tiempos y que nos ha estallado sin percibir si quiera cómo se removían los cimientos antes de la explosión, sin ver a Putin prendiendo la mecha pese a que lo teníamos delante, con las cerillas. La historia, que siempre vuelve. Lo peor de la historia, más bien.
En las últimas horas, quien más, quien menos se ha planteado qué haría si atacaran su ciudad. A dónde iría. Con quién. A falta de búnkeres o refugios, qué lugar sería idóneo para esquivar las bombas. Qué cogería de casa antes de marchar. Qué rescataría de los recuerdos de toda una vida antes de emprender una huida ciega. Yo todavía no he conseguido responder a ninguna de estas preguntas, pero están ahí, constantemente, desde el 24 de febrero.
Hay un conocido refrán gallego que dice que “Nunca llovió que no escampara.” De momento, las gotas caen del cielo con una fuerza despiadada. Para escapar de la tormenta, esta mañana he ido a nadar a la piscina. Y ha sido ahí, bajo el agua, lejos del ruido de este planeta enfurecido, el único instante en el que me he sentido a salvo.