Es sábado por la mañana. La luz pálida de diciembre entra por la ventana de la cocina y salpica mi habitación mientras apuro unas líneas del libro que, estos días, me hace viajar a un pequeño pueblo del estado de Maine. Es fantástico esto de poder teletransportarse a más de 5.000 kilómetros gracias a un puñado de palabras. A veces, me gustaría tener la capacidad de desplazarme a la otra punta del mundo así, a la velocidad de un chasquido, de un parpadeo y no precisamente para sumergirme en una historia ajena, sino para escapar de la mía propia. Llega Nochebuena y cuántas personas, miles, querrían huir lejos en estas fechas.
Para cuando tengáis este texto en vuestras pantallas, ya habrá llegado ese día y probablemente, muchos de vosotros habréis abierto el ojo o bien desbordantes de ilusión o bien de tristeza. Porque la Navidad no entiende de términos medios: o la amas o la odias.
Mientras los carteles luminosos brillan más de la cuenta y los anuncios de televisión tienen ese punto conmovedor que solo se da en estas fiestas con familias felices en una casa con chimenea; mientras la decoración se la juega todo al rojo, al verde, al dorado y las calles del mundo entonan un villancico interminable… mientras todo eso ocurre, hay gente que carga a cuestas con el sobrepeso que puede llegar a alcanzar el vacío. Hay gente, mucha, para la que esta Nochebuena será, sin duda, una Noche/mala.
Pienso en las familias a las que no les queda nada por decirse, reunidas simplemente por cumplir con los cánones que establece esta época
Pienso en Santiago, ese electricista de Quintanar del Rey a quien todo este ruido navideño le sonará a silencio ensordecedor. El que deja la ausencia de sus dos hijas, Iris y Lara, asesinadas recientemente por su propia madre. Pienso en las personas que veo, cada mañana camino al trabajo, a través de un cristal inmenso en la cafetería del Hospital Oncológico de San Sebastián y en las que permanecen ingresadas en otros centros o aguardan, en un despacho, un diagnóstico que nadie desea escuchar. Pienso en aquellos que viven solos, solas y que no tienen por qué ni con quién brindar. Pienso en las familias a las que no les queda nada por decirse, reunidas simplemente por cumplir con los cánones que establece esta época. En los hijos que cenarán en un salón abarrotado, con unos padres incapaces de mirarse a los ojos, obligados a estar juntos por una cuenta bancaria al límite. En las mujeres que colocarán los platos sobre un mantel impoluto temerosas de que cualquier mínimo despiste pueda conllevarles una paliza. Pienso en los chavales que masticarán despacio las croquetas de jamón mientras tragan en silencio el infierno que viven en el instituto. En los mayores que cuentan sus últimos días con los dedos de una mano mientras miran a través de la ventana de la residencia esperando una visita que nunca llega. Pienso en las mesas que esta noche tendrán un comensal menos, una silla vacía o varias, demasiadas.
Pienso en esa guerra que sigue, aunque pocos la recuerden. En los niños que han perdido a sus padres. En las esposas que se han quedado sin sus maridos. En los que no tienen nada ya salvo la vida, que lo es todo, sin embargo. Pienso en un país, Ucrania, como tantos otros, sin destellos de Navidad en los que solo el frío atroz y la noche oscura son protagonistas en estos días de finales de diciembre.
Pienso en los que dejaron atrás su historia para lanzarse al mar en busca de una mucho más alentadora y ahora deambulan, de cartón en cartón, sin aliciente. En los que, a diario, sujetan en la calle un vaso de café destartalado confiando en que alguien deposite allí una moneda que apacigüe el rugido de su estómago.
Pienso en tantas y tantas personas. ¿Dónde estarán todas ellas ahora? ¿En qué lugar del globo les gustaría esconderse, al menos, durante esta noche? Para que pase pronto toda esta vorágine dorada. Yo regreso a Maine de la mano de la escritora Elisabeth Strout. Allí nieva y es también invierno: “El sol se ponía rápido en esa época del año: se detenía un momento sobre el horizonte y después se hundía como una enorme piedra”. Pero, no ha llegado la navidad. Y no lo hará nunca. Es la magia de los libros.
Leonidas
Pienso en el Falcon. Qué sólo estará hasta que vuelva el sátrapa
vallecas
No hay duda que somos personas humanas, pero también somos un "bicho" mas de la Naturaleza. Usted no entiende, Dª Ane, que a la vida se viene a morir, Millones de personas mueren y nacen a diario, pero además está equivocada, "Millones de mujeres colocarán los platos en un mantel impoluto y serán felices....." Yo esta noche estaré solo como todas las noches, pero sigo teniendo una percepción de la realidad que usted no tiene.