Sin un bar de referencia nadie se consagra en la vida. Pero si la consagración ha de hacerse en el ámbito de los negocios, de las licencias urbanísticas o de las comisiones lubricantes, el bar ha de pertenecer a una escala superior como la de las marisquerías. Porque mientras los bares proliferan por todas partes, las marisquerías, en número mucho más reducido, se circunscriben al entorno de las agencias estatales, autonómicas o municipales donde se otorgan licencias urbanísticas, se conceden ayudas millonarias bien merecidas por empresas en dificultades a las que se accede mediante ejercicios de proximidad que predisponen a los asesores y allegados ministeriales, sin más hoja de servicios que la mostrada por Koldo para merecer la confianza, sentar plaza en los consejos de las sociedades ferroviarias y escalar posiciones en el Ministerio de Transportes.
Las marisquerías infunden sospechas, igual que sucede en el sector del lujo con las joyerías, tienen más que probada su capacidad de pregnancia y están siempre aureoladas por el prestigio de la escasez. Juan Benet, cuando cenábamos en “La Ancha” de la madrileña Plaza de Cataluña, decía a don Antonio que tomaba la comanda: “por favor, muy poco; pero, por favor, muy caro”. Porque hay pruebas empíricas de que la mera aritmética de las cifras mantiene al público indiferente, pero basta deslizar un vocablo, por ejemplo, marisquería para que la audiencia se conmueva. En esa misma línea, recordemos el caso de las tarjetas black de Caja Madrid, que produjo un quebranto de 12,5 millones de euros sin levantar apenas escándalo, hasta que se supo su utilización por parte de algunos de sus tenedores para regalar lencería fina a sus amantes o pagar el disfrute de discotecas, clubs, saunas y salas de masajes. Fueron esas minucias las que dispararon el impacto sobre los medios informativos e hicieron subir la indignación pública hasta alcanzar temperaturas de ebullición en marzo de 2017.
Cuando los periodistas se anclan en las redacciones, dejándose hipnotizar por la pantalla del ordenador o del móvil, están desertando del oficio porque quienes abandonan la inmersión en el acontecimiento pierden la capacidad de transmitir
Siete años después, al estallar el caso Ábalos, la marisquería La Chalana frecuentada por el aizkolari Koldo, permite confirmar de nuevo uno de los principios elementales del periodismo, siempre vinculado a la condición de testigo ocular y a la ingesta de alcohol que, además de favorecer la inconsciencia, propicia el atrevimiento. Su enunciado reza así: “las noticias no van a la redacción, están en los bares”. De ahí que sea a sus barras y reservados donde haya que adelantarse a buscarlas. Porque cuando los periodistas se anclan en las redacciones, dejándose hipnotizar por la pantalla del ordenador o del móvil, están desertando del oficio porque quienes abandonan la inmersión en el acontecimiento pierden la capacidad de transmitir a sus lectores unas realidades a las que han dejado de estar expuestos. Me sobreviene el recuerdo del semanario Posible, cuyo primer número llevaba la fecha de 15-30 de noviembre de 1974. En aquella redacción de la madrileña calle de Jorge Juan semi esquina a Castelló, el pintor Onésimo Anciones, que oficiaba de confeccionador, nos mantenía en alerta azuzándonos bajo el lema de “a la calle que ya es hora”, como dicen los versos de Gabriel Celaya.
Escribe Isabel Gómez de Melenchón en el patio digital, su columna del diario La Vanguardia, que aquí en vez de seguir la pista del dinero, la que no falla es la del marisco y que algo en el ADN nos encamina sin remedio a la perdición de la marisquería. Qué triste tiene que ser para Carles Puigdemont no tener otro molusco a su alcance que los mejillones, mientras en La Chalana se celebra la semana del centollo. Continuará.
IGNOTO
Sr. Aguilar, que tiempos aquellos, en que sus artículos eran referencia de consenso.. La vacuidad, y el relativismo, hace ya mucho tiempo, que se apoderaron de su pluma