Este verano está sirviendo para que algunos descubran algo que es un clásico de la Nueva Izquierda: el rechazo al turismo. Hay quien lo ve como una chiquillada de los cachorros de tal o cual grupo político, o como una reacción actual a la “degradación” de los barrios. Nada más lejos de la realidad. Es un odio que procede del peso del leninismo en el pensamiento de la Nueva Izquierda, muy evidente en su estrategia política y en su concepción del orden internacional.
La izquierda reaccionaria
La sorpresa de algunos se debe a la persistencia del mito de que el socialismo es el heredero de la Ilustración, de la razón y de la ciencia, en su búsqueda incansable del progreso. Falso. Es justo al revés.
Los socialistas del XIX fundaron sus planteamientos en los sentimientos de raíz cristiana y romántica, y predicaron la justicia social con un discurso básicamente emocional
Los socialistas del XIX fundaron sus planteamientos en los sentimientos de raíz cristiana y romántica, y predicaron la justicia social con un discurso básicamente emocional, siempre bajo el ojo incansable de la ingeniería social. Por eso sus referencias a Rousseau eran el deseo de la planificación estatal para corregir el rumbo de la sociedad y volver a un idealizado y perdido estado natural. Del mismo modo, el marxismo era una falsa ciencia histórica y económica sobre la mecánica imparable de las sociedades, que los procesos políticos y sociales han venido a demostrar como errónea.
No acaba aquí. Las asociaciones de obreros siempre se han resistido con todas sus fuerzas a la aplicación de la tecnología al trabajo, desde que James Watt empleó el vapor. Destrozaron máquinas, quemaron industrias, apalearon a empresarios, y mataron a “esquiroles”. El motivo era que la máquina, decían, destruía puestos de trabajo.
El capital, pregonaban, había destruido la idílica vida aldeana y gremial, en el que el contacto con el trabajo y su producto era directo. El objetivo de esos socialistas no era más tecnología, más desarrollo y modernidad, sino volver a la aldea, al gremio. De ahí ese socialismo utópico con sus falansterios y comunas. Quienes predicaban todo esto, por supuesto, no eran trabajadores, ni esforzados obreros del metal o de la mina, sino burgueses que en la mayor parte de los casos jamás dieron un palo al agua.
El socialismo nunca estuvo aliado al progreso científico y técnico, sino todo lo contrario: se resistió todo lo que pudo
El socialismo nunca estuvo aliado al progreso científico y técnico, sino todo lo contrario: se resistió todo lo que pudo. La razón era clara: al igual que participar en el régimen liberal y democrático lo entendían como colaborar para el mantenimiento del orden político burgués, consentir la aplicación de tecnología en el proceso productivo era favorecer la explotación de clase.
No es cosa de ayer: este año se ha publicado un libro que incide en el mito (o mentira) de la racionalidad del socialismo. Mauricio-José Schwarz, un periodista mexicano de poso trotkista, ha sacado “La izquierda feng-shui. Cuando la ciencia y la razón dejaron de ser progres”, en el que, con gran desconocimiento de la historia, la política y el pensamiento, se alarma de que los suyos se abracen a creencias como la homeopatía. Sin embargo, es un proceso que se ha acelerado a ojos vista desde la hegemonía de la Nueva Izquierda en la década de 1960.
El colonialismo
El tercermundismo de esa New Left recogió el llamamiento de Lenin contra la injerencia de los países desarrollados en los pobres. Ese internacionalismo consistía, y todavía es así, en luchar contra la influencia social, económica, política y cultural de las potencias. Así, los izquierdistas alimentaron el anticolonialismo y la xenofobia para luchar contra el capitalismo. El extranjero se convertía en su imaginario en un satanás, en un elemento contaminante de las costumbres propias al que había que expulsar.
De ahí ha quedado el multiculturalismo, la convergencia con el islamismo y el indigenismo, algo muy presente, por ejemplo, en el Ayuntamiento de Madrid.
La Nueva Izquierda, burguesa hasta el tuétano, sustituyó el turismo por el viaje de conocimiento y solidaridad. El resto, con sus hoteles, restaurantes y resort, se trataba de “neocolonialismo”
La Nueva Izquierda, burguesa hasta el tuétano, sustituyó el turismo por el viaje de conocimiento y solidaridad. El resto, con sus hoteles, restaurantes y resort, se trataba de “neocolonialismo”, con el que el capital y el extranjero contaminaban la pureza de las costumbres locales, el paisaje como concepto, y la forma de vida autóctona. El turista era así un colono eventual, un invasor capitalista, estandarte de la vida burguesa, ociosa, hedonista, no comprometida con la lucha social.
Un turista, un capitalista
El odio al turismo forma parte del combate contra el capitalismo. La gran misión del izquierdista es destruir las bases que conforman la tradición liberal y burguesa, y sobre sus ruinas construir el “paraíso socialista”. El turismo ha sido entendido desde el XIX como una práctica burguesa. No solo se trataba de que el turista reproducía en su estancia las costumbres de explotación y servidumbre de los trabajadores. El dinero que generaba su estancia corrompía la identidad de clase, inoculaba el deseo de prosperidad individual, de negocio, del individuo autóctono.
La emulación de la vida del turista y el espíritu capitalista rompían el discurso clasista y supremacista de los izquierdistas. No podían tolerar que la idealización del obrero como compendio de todas las virtudes frente al corrompido y corruptor burgués concluyera. La comunidad proletaria era una unidad de ser y conciencia, o no era.
El trabajador ahorraba para irse de vacaciones, no para contribuir al sindicato o al partido obrero
Las organizaciones socialistas denunciaban la vida burguesa, pero los trabajadores querían vivir como sus “enemigos de clase”. Cambiaron el significado de las palabras, dando a “aburguesamiento” un sentido peyorativo, pero ni por esas. El trabajador ahorraba para irse de vacaciones, no para contribuir al sindicato o al partido obrero. El pequeño lujo distraía del compromiso, de la identidad proletaria, de la lucha de clases que daba sentido a la vida de los propagandistas.
Además, la masificación del turismo fue cambiando el paisaje urbano, mejorando los servicios y el transporte, la sanidad y la instrucción de las gentes. La satisfacción de una necesidad y el deseo de sacar beneficio de ello conseguían unos niveles de progreso ajenos a los prometidos por el socialismo. Los oficios cambiaron, y el prototipo proletario, el sueño de la monolítica clase obrera que siempre ha presentado el infantil cosmos comunista, desapareció.
El nacional y el socialismo
La Nueva Izquierda es nacionalista, o patriótica como les gusta decir a los chicos del socialismo del siglo XXI. Pretenden la aplicación de sus microutopías en comunidades más pequeñas, donde la identidad obrerista se suma a la nacional. Para ello deben romper con los condicionantes de instituciones internacionales o estatales, e imponer su modelo socialista en una comuna nacional, ajena a los factores “contaminantes”.
En ese sueño de ingeniero social, xenófobo, supremacista, clasista y totalitario, el turismo es un obstáculo
En ese sueño de ingeniero social, xenófobo, supremacista, clasista y totalitario, el turismo es un obstáculo, como quedó dicho. Por eso ponen tasas, multas y prohibiciones, hacen planes para reducir el cupo de turistas, como en las Islas Baleares, o atacan hoteles y restaurantes como si fueran las Tropas de Asalto a los judíos berlineses.
Eso sí: han conseguido introducir en la agenda política el tema de la gentrificación y el control del turismo. Una muestra más de la hegemonía cultural izquierdista, y de la debilidad del resto.