Cuenta Yuval Noah Harari en su monumental obra “Sapiens: De Animales a Dioses”, que el hombre cometió un error histórico cuando dejó de recolectar bayas y frutas o dejó de cazar animales en una vida nómada y pasó a la vida sedentaria que implicaba el ser agricultor o ganadero. Este paso, lento y consolidado en varias generaciones creó un hombre más dependiente, paradójicamente peor alimentado, con mayores probabilidades de morir por una enfermedad transmitida por el ganado o de ver morir a sus hijos antes de la llegada de la pubertad. Todo ello ocurrió sin que nos diéramos cuenta y, lo que es peor, sin que fuera posible dar marcha atrás.
Resulta paradójico que el progreso y sus consecuencias pudieran provocar un empeoramiento en la vida del ser humano. La tesis de Yuval, y la de muchos historiadores, tiene sentido al menos en aquella etapa del desarrollo de la civilización humana y que, al parecer, se sustenta en pruebas y evidencias encontradas en los diferentes estratos arqueológicos. Esta evidencia nos enseña una lección importante, y es que el progreso puede generar una ilusión de bienestar, espejismo provocado por una batería cada vez mayor de bienes y servicios disponibles que satisfacen, y he aquí el problema, un conjunto cada vez mayor de necesidades. Estas necesidades son muchas veces generadas por el propio progreso, una especie de huida hacia delante, hacia diferentes estadios de civilización, como fue el caso que nos sirve de ejemplo. Son estas cada vez más numerosas necesidades las que hacen sucumbir al ser humano en la exigencia de un progreso que, sin embargo, y según algunos, nos esclaviza al tiempo que destruye nuestro entorno y hábitat que es la Tierra.
Pero no, no se asusten, no les voy a hacer un alegato contra el progreso y a favor de la vuelta a la naturaleza, a nuestros orígenes. Aunque tal imagen idílica y utópica me atrae, creo tener los pies bien asentados en el suelo que piso y comprendo, como dice el mismo Yuval, que vivimos en una sociedad que no tiene vuelta atrás. Hace más de diez mil años que perdimos esa conexión y nuestro estilo de vida, que no solo va de móviles y viajes al extranjero, sino además de vacunas, medicamentos y colchones de bienestar, no va a ser sacrificado. Y es que no hay adonde ir. En su día, quemamos las naves. Por lo tanto solo es posible la huida hacia adelante.
Lo correcto no es centrarse en la obsesión de aumentar de forma indefinida la capacidad de nuestra economía, sino plantearnos en qué mundo queremos vivir
Sin embargo, han surgido recientemente algunas voces que plantean un cambio en el paradigma del progreso que, aunque con sus ciertas dosis de utopía, tienen al menos un sentido en su discurso, aunque uno siga creyendo que son eso, ideas con un toque colorido de novela utópica. En este sentido, gente como la economista Kate Raworth en su libro “La Economía Rosquilla” plantea la necesidad de un giro de 180 grados en la dirección que sigue el progreso de la humanidad. Según Raworth, lo correcto sería no centrarse en la obsesión de aumentar de forma indefinida la capacidad de nuestra economía de crear bienes y servicios (generando más PIB), sino en la de plantearse en qué mundo se quiere vivir, donde nadie viva en situaciones de necesidad pero sin alcanzar un punto de no retorno mediambiental. Esta autora británica propone reorientar el sistema productivo hacia estos objetivos.
Sin embargo, en mi opinión estas propuestas son, como he dicho, tan loables como coloridas, al menos en una parte. Creo que en general no conseguimos comprender qué es progreso y qué representa en este sentido el crecimiento económico. El progreso, y por ello el crecimiento a largo plazo, objetivo de los gobernantes a los que tanto critica Raworth, es el resultado de dos grandes fuerzas que se combinan y que tiran la una de la otra. Por un lado, y para mí el principal, es el cambio tecnológico, y que desde que el primer homínido africano rompía la primera piedra para crear una herramienta capaz de permitirle acceder al tuétano de los animales muertos, hasta la aplicación que permite invertir en Bitcoins a golpe de dedo, ha permitido no solo la disponibilidad de cada vez un mayor número de bienes sino además de más baratos y accesibles. Ha permitido que podamos abandonar en muchos casos, y cada vez más, situaciones de pobreza e inanición y, aunque en cierto modo como decía Hariri, nos ha condenado a una vida de obligaciones y necesidades, nos ha permitido superar el “gran engaño” que supuso la transformación de nómada a sedentario.
Pero por otro lado, debemos contar con las necesidades de los individuos, las que corresponden a la segunda gran fuerza. Esta genera uno de los grandes incentivos al cambio tecnológico, pues en gran parte las innovaciones buscan resolver problemas basados en necesidades insatisfechas. Por ejemplo, una fuente de energía barata, limpia y que compita con las energías “fósiles”. Otras veces, esta necesidad surge del cambio propiamente dicho, generando bienes y servicios que antes no estaban disponibles y cuya necesidad que, supuestamente cubre, antes no era buscada.
Si en su día quemamos las naves, el único camino posible es que sea el cambio tecnológico el que nos salve. Crecimiento, pero mejor orientado
Dado que el cambio tecnológico es lo que genera crecimiento, no podemos orientarlo fácilmente, y mucho menos pensar en que debemos colocarlo de un modo fácil en la senda que queremos. Aunque en parte las administraciones participen en su avance, la tecnología y su desarrollo es el resultado del concurso de numerosas fuerzas participando en un entramado complejo de incentivos e individuos que responden a ellos. Empresas, ingenieros, anónimos en un garaje, todo ello provoca el cambio movido por impulsos tan humanos como imposibles de reglar: la curiosidad, la ambición, el deseo… Son estos incentivos los que hacen imposible organizaciones planificadas de economías que garanticen un crecimiento sostenido a largo plazo. La tecnología y su cambio es un producto que nace en los instintos más básicos del hombre y en su capacidad de racionalizar y de pensar, que es en definitiva lo que le otorga al humano su característica de “sapiens”. Tratar de orientar este cambio en una dirección diseñada previamente es del todo, creo, imposible. Decir que dejemos de obsesionarnos con el crecimiento es casi decir que debemos dejar de obsesionarnos con el cambio tecnológico, lo que para mí no tiene en absoluto sentido. Más aún cuando llegados a este punto nuestra propia supervivencia en un futuro depende de la capacidad de dicho cambio para salvarnos.
No obstante, sí es cierto que podríamos trabajar desde otra perspectiva y es la que de algún modo Raworth plantea también: educando las necesidades. Cuidado, esto no va de decirle a la gente que no viaje o de explicarle que si no compra un reloj inteligente será más feliz. No es eso. Esto va de algo más sutil. Va de exigir responsabilidades, de premiar comportamientos generando valores añadidos que sean retribuidos por el mercado. La empresas empiezan a comprender esto y, por ejemplo, se comienza a premiar a aquellas que actúan con responsabilidad en cuestiones medioambientales, o compromiso con sus clientes para ofrecer calidad o eliminar riesgos o por su apuesta por actuaciones sociales. La imagen corporativa adoptada por las empresas para demostrar su compromiso social no viene de la nada o por la idea aislada de algún magnate que ha sido copiada por otras muchas corporaciones. El valor de la imagen corporativa es una necesidad empresarial que sigue necesariamente a los cambios en los valores que en la sociedad se han ido conformando a lo largo de las últimas décadas. Valores medioambientales, de compromiso social, de respeto, pueden generar nuevas necesidades en cada uno de nosotros que se transmitirán a las empresas a través de los canales del mercado, único posible para generar esa reacción basada en los incentivos que, sí, puede efectuar el cambio previsto.
Este último camino merece la pena recorrerse. Pero dejemos fluir nuestra imaginación, inventemos cosas, productos, servicios. Sigamos siendo lo que nos ha llevado a este punto, porque si en su día quemamos las naves la única posibilidad que tenemos es que el mismo cambio tecnológico sea quien nos salve. Más crecimiento, pero mejor orientado es nuestra única posibilidad.