Idoia López Riaño (Rentería, 1964) se integró en ETA con 16 años. A los 20, y tras haber participado en varios atracos a entidades bancares, comete su primer atentado mortal. La víctima es Joseph Couchot, empresario vasco-francés residente en Fuenterrabía, al que el semanario Tiempo había señalado como integrante de los GAL. Le sigue, en febrero de 1985, el de Ángel Facal, toxicómano y, al decir de ETA, traficante de heroína. Los de Couchot y Facal son los dos únicos asesinatos que López Riaño acabaría por reconocer. La justicia, no obstante, le atribuye otros 21, la mayoría perpetrados con coche bomba como miembro del comando Madrid, al que perteneció durante su periodo más sanguinario, el de los atentados en la calle Juan Bravo (26 de abril de 1986, 5 guardias civiles muertos) y plaza de la República Dominicana (14 de julio de 1986; 12 guardias civiles muertos).
Ese mismo año, sus continuas indiscreciones, relacionadas, al parecer, con cierta propensión al cancaneo, llevan a la dirección de ETA a desterrarla a Argelia, donde permanece hasta 1993. De ahí pasa a Francia, donde vive oculta hasta su detención en marzo de 1994. Tras 4 años de cárcel en el país vecino por asociación de malhechores, el Gobierno francés autoriza su extradición a España, donde cumple prisión hasta junio de 2017. (Siete años antes de su excarcelación, en 2010, se había acogido a la vía Nanclares, el plan de reinserción que permite a los presos de ETA progresar de grado, optar a beneficios penitenciarios y pedir el traslado a un centro del País Vasco).
Ni que decir tiene que la izquierda radical no le tributó ningún homenaje al pisar la calle; se trataba, al fin y al cabo, de una arrepentida
Una vida averiada, diríamos, si no fuera por las muchas que segó. Treinta y ocho años, correspondientes al periodo más fértil de cualquier biografía, dedicados por entero a amasar desgracias. También la suya, lateral. De esos 38, 15 transcurren en la clandestinidad y 23 en la cárcel.
Si traigo a López Riaño es por la nitidez de su rastro. Ni que decir tiene que la izquierda radical no le tributó ningún homenaje al pisar la calle; se trataba, al fin y al cabo, de una arrepentida. Sea como fuere, los individuos ante los que sí despliega un decorado potemkin son también una ruina andante. Y es que el flamear de las banderas y el alborozo de los lugareños nos llevan a olvidar que el homenajeado, por lo general, es un viejo con más secuelas que recuerdos, un ser (auto)destruido que, al despertar de la herriko-borrachera, no tarda en darse cuenta que la calle del agasajo es en verdad una cuesta.