Opinión

Violencia política

La proliferación de actos violentos y la tibia reacción de las autoridades recuerdan épocas no tan lejanas en el tiempo que fueron el prólogo a una tragedia nacional de enormes proporciones

  • Álvarez de Toledo en el momento en el que era increpada e insultada por separatistas

La democracia se basa en principios básicos cuyo incumplimiento la ponen en peligro, la degradan y pueden llegar a invalidarla. Las elecciones libres, la separación de poderes, el imperio de la ley y la igualdad de todos ante la misma, la libertad de expresión, de prensa, de asociación y de culto y el derecho a un juicio imparcial son, entre otros, los pilares básicos de la convivencia democrática. La Unión Europea los tiene como elementos definidores de su marco jurídico y ningún Estado que los vulnere es admitido a formar parte de ella, y si alguno que ya figura como Miembro los conculca, es sancionado y, en casos extremos, las sanciones aplicadas equivalen en la práctica a la expulsión.  

Entre estos rasgos definitorios de un sistema democrático está la renuncia a la violencia como instrumento de acción política. Todos los marcos legales de las democracias dignas de tal nombre prohíben y, si se produce, castigan, el uso de la fuerza física contra el adversario en la contienda electoral. Por eso el terrorismo es lo contrario de la democracia y su utilización en sociedades abiertas representa la mayor y más repulsiva de las aberraciones morales. Desde esta perspectiva, ETA ha sido una mancha indeleble en la arquitectura constitucional impecablemente democrática que alumbró la Transición y ahora que algunos se recrean en una reconstrucción sesgada de la historia para cambiarla a su gusto y tienen el descaro de llamarla “memoria”, el período de nuestro pasado comprendido entre 1931 y 1975 debiera ser una vacuna definitiva que nos protegiese de este virus letal.

Alarmante, cuando no cómplice, la mansa pasividad de los Gobiernos, el de la Nación, el catalán y el vasco, ante el incremento de actos incivilizados

Sin embargo, pese a estas elocuentes lecciones de acontecimientos pretéritos, empiezan a verse inquietantes y frecuentes brotes del recurso al grito injurioso, al avasallamiento, al bloqueo agresivo de las legítimas actividades de los que son tratados no como adversarios ideológicos dignos de respeto, sino como enemigos a derrotar, a los que se caricaturiza, se demoniza y se deshumaniza, quizá como paso previo a su exterminio. Curiosamente, este comportamiento salvaje e inadmisible que se concreta en escraches, golpes, escupitajos, patadas, injurias, sabotaje de reuniones o conferencias, sólo se practica en un lado del espectro, mientras que el otro lo soporta con doliente paciencia. Al igual que sucedió en los llamados años de plomo, plagados de asesinatos a cargo del ultranacionalismo vasco, en los que las víctimas iban cayendo bajo la bomba o el tiro en la nuca en los ámbitos militar, policial, periodístico, político o simplemente ciudadano, mientras sus familias, sus amigos, sus deudos, los partidos atacados y el conjunto de la sociedad así ensangrentada jamás tomaron represalias, limitándose a confiar en el Estado de Derecho y a esperar el siguiente crimen, también en estos días los energúmenos que vandalizan, pegan, vejan y amedrentan a los que no piensan como ellos y se resisten a plegarse a su barbarie, se sitúan invariablemente en el campo del populismo chavista, del independentismo catalán y del abertzalismo filoetarra. Ningún militante o simpatizante de las formaciones constitucionalistas ha incurrido en excesos similares, ni siquiera para defenderse.

Un aspecto alarmante de esta proliferación de actos incivilizados es la mansa, cuando no cómplice, pasividad de los Gobiernos, tanto el de la Nación como los autonómicos en Cataluña y el País Vasco. Hemos asistido recientemente a dos feroces muestras de esta intolerancia vesánica, una contra Rocío Monasterio en Segovia, que se vio obligada a refugiarse en un hotel para no ser linchada, y la segunda contra Cayetana Álvarez de Toledo en Barcelona, asimismo rodeada de una turba con intenciones aniquiladoras. La tibia reacción de las autoridades recuerda sucesos de épocas no tan lejanas en el tiempo que fueron el prólogo a una tragedia nacional de enormes proporciones.

Los que hoy pegan y amedrentan se sitúan invariablemente en el campo del populismo chavista, del independentismo catalán y del abertzalismo filoetarra

Atravesamos una etapa en la que se ha puesto de moda criticar a las instituciones comunitarias, magnificando exageradamente su debilitamiento de las soberanías nacionales, su gigantismo burocrático y su opacidad en la toma de decisiones. Por supuesto, la Unión Europea presenta defectos y es susceptible de mejoras, pero, además del ingente beneficio que nos proporciona el mercado único y de las ventajas infinitas de disfrutar de un continente en paz, nos da algo esencial en los años turbulentos que padecemos: una armazón conceptual, jurídica y ética que nos protege de la utilización de la violencia a la hora de dirimir los conflictos que anidan en cualquier sociedad plural. No es casualidad que separatistas, chavistas y bilduetarras sean tan hostiles a lo que representan los Tratados, una democracia consensual en la que no hay Palacios de Invierno que tomar por asalto ni razas inferiores a las que despreciar, sino conciudadanos con intereses, visiones y concepciones distintas a los que hay que escuchar, procurar comprender y con los que acordar políticas con un espíritu de equilibrio, racionalidad y ponderación. Este es un enfoque que no debemos olvidar el próximo 28 de Abril.         

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