Esta semana se cumplen 20 años del asesinato de Fernando Buesa, ex vicelehendakari vasco. La Fundación que lleva su nombre ha puesto en marcha varias iniciativas, entre ellas una recopilación de testimonios de cómo vivieron aquel momento personas anónimas que se animen a recordarlo. En aquel asesinato la bomba mató también al ertzaina que lo escoltaba, Jorge Díaz, uniendo a ambos para siempre en el recuerdo y fue uno de esos momentos clave que quedan en la memoria de cuantos le conocimos y de toda la sociedad vasca. El explosivo, colocado junto a Ajuria Enea, se escuchó perfectamente en medio de la tranquilidad de la pacífica Vitoria y el estampido, que todo el mundo reconoció como un atentado, interrumpió bruscamente la rueda de prensa que en aquel mismo momento celebraba el entonces portavoz del Gobierno Vasco, Josu Jon Imaz.
Buesa fue el único miembro del Gobierno vasco que ETA llegó a asesinar, aunque lo intentaría siete meses después en San Sebastián con José Ramón Rekalde, también exconsejero y socialista como Buesa, que tuvo suerte, mordió la bala y sobrevivió. Ahora que Euskadi parece un dechado de concordia y buen rollo en comparación con el resto de España, tal vez convenga recordar que por mucha crispación que haya ahora en la política nacional, no matan a nadie por sus ideas. Nadie pone bombas y no hace falta morder balas.
Así que a tantos amigos de las grandes palabras, de manifestaciones de santa indignación por casi cualquier chorrada les convendría recordar que la exageración de la mística nacional lleva a caminos muy oscuros. Caminos como los que tan profundamente disgustaban a Fernando Buesa que, en un texto personal manuscrito recogido estos días por el diario 'El Correo', expresaba de su puño y letra una convicción rotunda sobre ser vasco y/o español: “Sea usted lo que quiera, no vale la pena matar por eso. Ni matar ni morir por eso.”
ETA supuestamente había prometido no matar. Naturalmente incumplió su palabra porque su única palabra y razón de su existencia fue siempre la muerte y la amenaza
Después del asesinato de Fernando Buesa y de Jorge Díaz Elorza vinieron otros muchos, 53 en total, pero aquel atentado puso de manifiesto algo especialmente horrible: la división que entonces pareció irreparable de la sociedad vasca. El PNV, convencido de que sus verdaderos amigos estaban todos en el lado nacionalista y de que le sobrábamos los que defendíamos la constitución, había firmado el acuerdo de Lizarra, que excluía a los no nacionalistas de cualquier acceso al poder.
Era la gran apuesta de Ibarretxe y la constatación de que, por fin, la patria irredenta movilizaba a todos sus hijos. A cambio, ETA supuestamente había prometido no matar. Naturalmente incumplió su palabra porque su única palabra y razón de su existencia fue siempre la muerte y la amenaza. Primero asesinó en Madrid al teniente coronel Pedro Antonio Blanco, un mes antes de matar a Buesa y a Díaz en Vitoria. Ibarretxe, que no era Ardanza, y que había apostado por la vía soberanista para ser lehendakari de unos vascos sí y de otros no, no supo reaccionar ante ninguno de los tres asesinatos. Traicionado por los que creía más cercanos, percibió las críticas como un acoso y su partido reaccionó no solo apoyándole sino despreciando a quienes le reclamaban compromiso contra los asesinos.
Recuerdo con espanto e indignación aquella manifestación terrible en el que el duelo por los dos asesinados fue acallado y despreciado por un aplauso feroz de los nacionalistas a Ibarretxe que quería ser de apoyo pero que se convirtió en un desprecio atronador a la vida y a los derechos de “los otros”.
Fractura social
Por eso, a quienes vivimos y recordamos con angustia aquellos días, en los que al horror de las muertes se añadía una evidente y enorme fractura social, que hizo temer que todo lo andado en décadas de política vasca iba a saltar por los aires, nos resulta muy alarmante ver la tranquilidad y aun la satisfacción con que se dicen en Madrid cosas tremendas, la irresponsabilidad con la que se divide a España entre los míos y los otros y la vehemencia con la que parece que se nos presenta la inminencia del fin de la nación cuando lo que se está discutiendo en una España en paz es sobre reformas laborales, déficits presupuestarios, eutanasia o relaciones diplomáticas con Venezuela. Las exageraciones que se leen y se oyen ahora en la política española y la exclusión de todo acercamiento al “contrario” evocan para muchos vascos como yo aquel momento terrible, aquella manifestación vergonzosa, aquel momento irrespirable. Resulta inevitable y también inquietante recordarlo.
La crispación da titulares, sin duda, y la alarma moviliza a los propios, pero son armas peligrosas que también endurecen la convivencia y crean la falsa sensación de que la civilidad y el acuerdo son imposibles. Y eso no es verdad. Nunca lo ha sido, ni siquiera en Euskadi, que supo salir de aquel embrollo y es hoy una sociedad que, aunque profundamente dañada, va avanzando en una convivencia que hace que resulte asombroso que en la política nacional se desdeñe el acuerdo, el diálogo y el respeto como si fuesen signos de vergonzante debilidad, cuando realmente son el mismo aire que la democracia necesita para respirar y para existir.