Que las palabras importan es una tesis que sostienen desde académicos de la talla de George Lakoff hasta reconocidos ejecutivos de medios, como Mark Thomson. Ambos tienen libros maravillosos que nos muestran cómo “unas pocas palabras bien elegidas adquieren una importancia crucial, y el orador que las halla decide el curso de los acontecimientos. Con el tiempo, los líderes, comentaristas y activistas dotados de empatía y elocuencia pueden emplear las palabras no solo para explotar la opinión pública, sino para moldearla”. Con esta frase inicia Thomson su libro “Sin palabras”, donde relata desde la visión de los medios de comunicación cómo se manipula a la opinión pública. Con otra perspectiva, la del académico que asesora a partidos políticos, Lakoff teorizó sobre la importancia de los marcos -frames- para modular las opiniones de los votantes. Son dos ejemplos que asumo con la convicción de que la fuerza de las palabras conduce a las sociedades hacia su destino, de que no es baladí qué conceptos utilizamos para describir una realidad, porque la misma descripción es diagnóstico y solución.
Sin abandonar una actualidad que nos ha dejado sonando en bucle la canción de los pactos, es bueno parar para analizar las palabras que ahora están dibujando la realidad sociopolítica en la que nos hallamos. Si hace 4 años el diagnóstico se reducía a viejo- nuevo o casta-pueblo, convirtiéndose en verdaderos ejes de confrontación electoral, ahora los bloques ideológicos del siglo XXI reaparecen con la fuerza de unos movimientos políticos cuya defunción había sido popularizada por Francis Fukuyama. La nueva guerra fría entre EE. UU. y Rusia, Irán o China no es la única que desmiente al famoso politólogo. En nuestra política doméstica los movimientos político-sociales del siglo pasado vuelven a la escena mediática en forma de bloques irreconciliables en lo que parece una guerra cultural contra ciertos consensos construidos sobre palabras y conceptos que ahora se ponen en cuestión.
Vox estigmatiza el feminismo como causa post ideológica y la vuelve a convertir en causa de parte y, por lo tanto, situada fuera del marco del bien común
Uno de los ejemplos más claros de esta guerra conceptual y cultural es la que se está librando en el campo de la igualdad entre hombres y mujeres. La palabra feminismo se había convertido en un concepto post ideológico que aglutinaba izquierdas y derechas bajo un mismo diagnóstico: todavía no existe una igualdad real entre hombres y mujeres y es deseable alcanzarla. El concepto asumido de forma generalizada por todos los partidos políticos avanzaba la solución: políticas que lleven aparejada la consecución de esos objetivos, en lo que se tradujo en uno de los pocos consensos sobre la lucha contra la violencia machista. Si analizamos el concepto violencia machista -violencia ejercida por los hombres sobre las mujeres por una concepción de superioridad y poder de él sobre ella- también adelantaba la solución, que se tradujo en una de las leyes más avanzadas del mundo sobre la materia. El concepto resolvía el diagnóstico y la solución, una vez más.
Sin embargo, el consenso que habían conseguido la utilización de las mismas palabras por parte de todas las ideologías en España se ha roto. Esa es la principal victoria de Vox, la cruzada conceptual que está llevando a cabo con palabras elegidas para modular a la opinión pública, en palabras de Thompson. “Violencia intrafamiliar” elimina el diagnóstico que se había realizado para asumir un nuevo marco: dentro de las familias existe violencia, pero no identifica al sujeto agresor ni a la víctima, dibujando una igualdad que los números desmienten. Poco importa que en Andalucía la dotación para la violencia de género sea exactamente la misma si se cambia el concepto que la motiva; porque transforma el marco de referencia y estigmatiza el feminismo como causa post ideológica, volviéndola a hacer una causa de parte y, por lo tanto, fuera del marco del bien común.
La importancia de los consensos públicos radica en su fuerza transformadora. La psicología social nos enseña que cuando los consensos se rompen pierden esa fuerza de la mayoría mayoritaria que influye en aquellos que se autoexcluyen para forzarlos a regresar a lo que se asume como “normal”, un concepto que no significa nada, pero que sirve para identificar la opinión absolutamente mayoritaria. Cuando los consensos se rompen, las posiciones de ruptura encuentran elementos legitimadores discursivos que los vuelven a reafirmar en sus creencias y a potenciar en el disenso. Este es el logro de Vox en cuanto al feminismo: ha roto el consenso conseguido a través de conceptos como violencia intrafamiliar o ideología de género, que potencian con insultos intolerables y declaraciones que justifican el nuevo aparato discursivo. Porque la guerra política hoy está en las palabras. Dime como hablas y te diré a quien votas.