Carretero, mi padre, está perplejo ante el último escándalo conocido de abusos sexuales de curas a niños, el de Pennsylvania. Más de 300 clérigos forzaron a alrededor de un millar de niños durante varias décadas. Y no pasaba nada. Nadie decía nada. Carretero y yo conocemos eso muy bien porque ambos fuimos objeto de agresiones sexuales cuando teníamos más o menos la misma edad, diez o doce años; él en su colegio, en los años 40, y yo en el mío, a finales de los 60.
Aquellos cariñosísimos Padres hacían de nosotros lo que les daba la gana. De nosotros y de quien se les antojase, desde luego. No eran todos ni mucho menos: solo unos pocos, pero tenían todo el poder, toda la fuerza, toda la impunidad. Lograban que creyésemos que los culpables éramos nosotros. Y se nos empujaba a un silencio aterrador: de eso no se hablaba nunca, con nadie, ni siquiera con los compañeritos que –se notaba, se sabía, se adivinaba– estaban pasando por la misma atrocidad, por el mismo miedo, por la misma convicción de que éramos nosotros los que teníamos la culpa.
Recuerdo el día en que intenté confesarme de aquello, que no sabía exactamente lo que era pero sí sabía que estaba mal y que el que se iba a ir derecho al infierno era yo. Fue en misa, en el colegio. Guardé la cola y, cuando me arrodillé y me acusé de lo que en realidad me estaban haciendo a mí, el cura –era bastante mayor, me daba clase– soltó un grito, me agarró ferozmente de la oreja y empezó a chillar: qué clase de animal eres, qué demonio te ha poseído para que te inventes esas mentiras asquerosas, esto no va a quedar así. Se levantó y salió del templo, hecho una furia. El secreto de confesión y yo quedamos completamente destruidos, delante de todo el mundo. No pasó nada más, seguramente porque ellos sabían que podía haberse armado un escándalo terrible, pero yo jamás volví a confesarme en el colegio y cierto Padre cariñoso desapareció un día, poco después, y no lo volvimos a ver.
Quiero decir con todo esto que lo de Pennsylvania no es ninguna sorpresa, ni para Carretero ni para mí. Ni lo de Boston de hace unos años. Ni lo de Irlanda. Ni lo de Granada. Ni lo de los Legionarios de Cristo. Ni lo de los tenebrosos Romanones. Ni lo de…
El Papa Francisco ha vuelto a pedir perdón, de palabra y por escrito, por eso que él llama –por lo menos él sí lo llama por su nombre– crímenes. Ahora son los de Pennsylvania. Yo he perdido ya la cuenta de cuántas veces ha pedido perdón este hombre por lo mismo.
–El Papa se equivoca –dice Carretero– si cree que va a salvar la situación pidiendo disculpas de nuevo. Son ya demasiadas veces. La Iglesia ya no tiene credibilidad ni en este asunto ni en otros, como el de las inmatriculaciones. De la numerosa afición de hace años, ya solo les van quedando los de la fe del carbonero. Aunque es verdad que hay carboneros ilustrados.
–¿Tú me habrías enviado al colegio si hubieses sabido lo que pasaba?
–De ninguna manera.
–Y si yo te lo hubiese contado entonces, ¿me habrías creído?
Mi padre frunce el ceño y tarda en responder:
–No lo sé. Probablemente tampoco. Y mira que me pasó a mí, pero pensábamos (porque éramos varios) que se trataba de una excepción. Eran otros tiempos.
–¿Otros tiempos? ¿Quién te garantiza que eso no sigue sucediendo, que no está pasando ahora mismo, con el mismo sigilo y el mismo miedo de entonces?
–Ahora es distinto. La gente está más informada, es más libre. También los niños saben más, tienen acceso a muchas más cosas. El Papa sabe que ya no es posible seguir en el limbo (que, por cierto, lo han cerrado, ¿no?) y trata de zanjar este asunto como puede. Pero no sé si puede.
El Papa es un monarca absoluto, pero no puede hacer nada si los que tienen que cumplir sus órdenes lo dejan para mañana, o para pasado mañana, o para el mes que viene, y pasan el papel a otro despacho
No sé si le dejan, añado yo. Francisco entró en el Vaticano como un ciclón, decidido a cambiar muchas cosas, tanto meramente estéticas como estructurales. Pero, lo mismo que su antecesor, no contaba con el poder de la inmensa maquinaria que está –presuntamente– a su servicio. El Papa es un monarca absoluto, pero no puede hacer nada si los que tienen que cumplir sus órdenes lo dejan para mañana, o para pasado mañana, o para el mes que viene, y pasan el papel a otro despacho, y desde este lo trasladan a otro más. Y con la voluntad del Papa acaba sucediendo lo mismo que con esos tumultuosos ríos de África que nunca llegan al mar: se los traga la arena de un desierto mucho más grande que ellos. Y la arena actúa igual que la descomunal burocracia vaticana: lo único que tiene que hacer es no hacer nada.
Si yo estuviese en la Curia y pretendiese reventarle la vida al Papa, desacreditarlo, desprestigiarlo, haría una cosa muy sencilla: dejar que, cada cierto número de meses, saltase a los medios de comunicación un nuevo escándalo de pederastia, de robos o estafas cometidos por clérigos, de connivencias mafiosas, de lo que fuese. La Iglesia quedaría deshonrada y menoscabada, es verdad, pero la Iglesia es muy grande. Un buen jugador de ajedrez sabe que puede ser muy útil sacrificar unos peones para acorralar al rey blanco. Quien quedaría a los pies de los caballos sería precisamente el Papa, obligado a pedir perdón otra vez, y otra, y otra más. Y llegaría un momento (está llegando ya) en que nadie le creería ni tomaría en serio sus sollozos.
Nadie sabe cuántas minas aguardan, enterradas, en el camino del Papa Francisco. Mejor dicho, nadie no. Estoy convencido de que, en la inmensa maquinaria de la Iglesia, hay gente que sí sabe cuántas son. Y dónde están. Y cómo se activan.