Opinión

Parábola de los bancos y las gallinas

Los zorros campan a sus anchas en nuestro gallinero, dentellada va y dentellada viene, mientras los gobernantes de muchos países, incluido el nuestro, no dejan de repetir que tranquilos, que no pasa nada

Suena el móvil y es el chico del banco, uno nuevo que han puesto, Rodrigo dice que se llama. Desde el principio los dos sabemos que su trabajo es caerme bien: es admirable el cuidado que pone mi banco (no diré cuál es; en esto se parecen mucho todos) en ponernos como asistente personal, confesor o vigilante de la playa a chicos o chicas con voz juvenil, cálida, aterciopelada y casi seductora. Pura amabilidad, pura sonrisa. Me trata de tú desde el principio, como las enfermeras de los hospitales.

Le pregunto qué quiere. Me explica –esa voz tan bonita que tiene– que yo tengo desde hace años una tarjeta de crédito que he usado mucho. Y que estoy pagando unos intereses “altos”, dice. Y se ofrece, con esa voz abaritonada que se parece un poco a la del actor que dobla a Brad Pitt, a “buscar la manera” de reducir esos intereses para que yo pague menos. Naturalmente, me echo a reír. Él también se ríe, cantarín.

–Rodrigo, muchacho –le digo–, lo que yo tengo, y tú lo sabes bien, es una tarjeta revolving. Es un atraco a mano armada. El banco me la envió cuando seguramente tú estabas en el colegio, debías de ser muy pequeño. Yo no la había pedido. Cometí el disparate de usarla alguna vez, sin saber lo que hacía. Quedé atrapado en la telaraña. Después, años después, tuve que volver a usarla por pura necesidad.

–Comprendo, comprendo.

–Ya sé que comprendes. Estáis ya cansados de perder juicios y de devolver dinero, muchísimo dinero: los clientes os denuncian y siempre perdéis, porque lo que hacéis se llama usura. Si yo no os he demandado aún es porque hace muchos años que la Justicia en España dejó de ser gratuita y tendría que haber pagado los servicios del abogado con la tarjeta revolving, lo cual nos habría llevado a un bucle perverso: sería como ahorrar durante mucho tiempo para comprar el hacha con que me van a decapitar. Pero me estáis robando. Yo lo sé. Y tú también lo sabes.

–Pero precisamente eso es lo que yo te propongo que revisemos. No queremos que te sientas mal con nosotros…

–Rodrigo, bonito, ¿tú has oído hablar de los fenicios?

–¿De quién?

–De los fenicios. De los babilonios. De los prestamistas de Mesopotamia, hace como cuatro mil años.

Por moverlo, por no moverlo, por enviárselo a otros, porque otros me lo envíen a mí, ¡por todo! Solo falta que me cobréis también por respirar

–Pero eso qué tiene que ver con…

–Tiene que ver, porque esta sería la primera vez en cuatro mil años que un banco propone a un cliente (yo casi preferiría llamarlo víctima) robarle menos, no exprimirle tanto, aflojarle un poco la soga que lleva al cuello. Y por pura bondad, según tú me dices. Eso no ha ocurrido jamás. Lo que sucede siempre es lo contrario: buscáis el modo de sacarle más sangre y, encima, convenciéndole de que eso es bueno para él. ¿Tú sabes quién fue José María Aguirre Gonzalo?

–Pues ahora mismo…

–El recordado presidente de Banesto, un banco que había. Don José María solía decir, cómo saber si en broma o en serio, que “la mitad del negocio bancario se basa en la ignorancia del cliente”. De eso es de lo que estamos hablando. Me estáis cobrando comisiones, siempre calladamente, por tener el dinero en vuestro banco, por meterlo, por sacarlo, por…

–Estás exagerando, Luis.

–…por moverlo, por no moverlo, por enviárselo a otros, porque otros me lo envíen a mí, ¡por todo! Solo falta que me cobréis también por respirar, como decía Quevedo. Supongo que sabes quién era Quevedo.

–Sí, hombre, sí, claro, Quevedo, sí.

–No quiero que lo pases mal. Pero a ver cómo haces para convencerme de que lo que me estás proponiendo es cobrarme menos, no cobrarme más por debajo de la mesa. Te va a costar, ¿eh? Para eso no te va a bastar esa voz tan bonita que tienes.

–Ay, gracias, je. Entonces ¿no te interesa esto que te estoy diciendo?

–Pues claro que me interesa, hijo, cómo no me va a interesar. Pero me interesa muchísimo más lo que no me estás diciendo… Oye, ¿esta llamada tuya tiene alguna relación con lo que ha pasado en el Silicon Valley Bank y en el Credit Suisse?

–¿En el silicon cuál?

El resto de la conversación con el joven y candoroso (presuntamente candoroso) Rodrigo no tiene interés para nadie. No sé si llegaremos a un acuerdo, hemos quedado para hablar en otro momento: lo que yo tarde en consultar con alguien que sepa algo de esta engatada. Pero no deja de ser curioso que la llamada de este Rodrigo, de voz ¡tan melodiosa!, se produzca el mismo día en que parece volver a empezar la crisis financiera que estalló en 2008. Hay un artículo extraordinario de Juan Laborda publicado en este periódico, aquí, en el que explica con luminosa claridad de dónde vino aquel desastre… y de dónde viene este que ahora parece comenzar de nuevo.

Así llega el día en que logran convencer al granjero (o lo sobornan) para que quite la tela metálica que les separa de las gallinas, todo esto en nombre de la libertad de mercado

Dicho con palabras más sencillas y un poco granjeras: está en la naturaleza de los zorros comerse a las gallinas. Pero las gallinas, de más está decirlo, no son partidarias, y por eso se protegen en el corral, cuya tela metálica (las leyes) las mantienen a salvo, lo mismo que el dueño. La catástrofe sobreviene cuando los zorros, que son muy listos y tienen muy pocos escrúpulos, logran convencer al granjero de que ellos son buenísimas personas, que no quieren hacer mal a nadie y que en realidad adoran a las gallinas. Así llega el día en que logran convencer al granjero (o lo sobornan) para que quite la tela metálica que les separa de las gallinas, todo esto en nombre de la libertad de mercado. Eso es lo que fue la eliminación de la ley Glass-Steagall, que se promulgó en 1933 para mantener lejos a los zorros y que duró hasta 1999, como impecablemente dice Juan Laborda.

Los zorros, como es natural, entraron a saco en el gallinero, se zamparon a todas las gallinas que pudieron y luego, apenas nueve años después, en 2008, lloraron amargamente ante el granjero, contritos y pesarosos, pidiéndole ayuda y medicamentos para curarse la indigestión. Los gobiernos de numerosos países, es decir los granjeros, se gastaron una fortuna en proteger a los zorros, especie valiosísima y totalmente indispensable (según ellos) para el equilibrio del ecosistema. Y la cura y alimentación suplementaria de los zorros la pagaron, cómo no, las gallinas supervivientes. Eso fue, en parábola, la crisis de 2008, que comenzó con la quiebra de Lehman Brothers y que a punto estuvo de devastar económicamente todos los gallineros del planeta.

El granjero volvió a levantar la valla con la tela metálica y dijo: he aprendido la lección. Pero unos años después, en 2016, las atribuladas gallinas eligieron como nuevo granjero a un tipo muy peculiar, en realidad un mafioso que debía su fortuna y sus negocios al crimen organizado, que le había salvado de la ruina: Donald Trump. Este no tardó (2018, ley de desregulación bancaria) en volver a quitar la valla. Lo que está pasando ahora mismo se parece extraordinariamente a lo de 2008: los zorros campan a sus anchas en nuestro gallinero, dentellada va y dentellada viene, mientras los gobernantes de muchos países, incluido el nuestro, no dejan de repetir que tranquilos, que no pasa nada, que todo está bajo control, que los bancos son sólidos y solventes y que esta vez no van a cometer la tropelía de devorar a las gallinas, a quién se le ocurre. Es exactamente lo mismo que dijeron en 2008. Lo mismo.

Pero volvamos al principio: está en la naturaleza de los zorros comerse a las gallinas.

Les tengo que dejar, ustedes perdonen. Me está llamando otra vez Rodrigo. Voy a aclararme la voz para que me salga bien el cacareo.

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