Opinión

Una paradoja y los amorfos tiempos de la guerra

Hace 20 años, la guerra de Kosovo recién había terminado. Sin embargo, la barbarie continuó. Algunos de los supervivientes de aquello salvaron la vida en México, pero hoy ese país americano se ha convertido en un caudaloso río de sangre. ¿Es necesario fijar una fecha para dar por comenzada o finalizada una guerra?

  • Kosovo

Son las 00:00 horas en Madrid, el mercurio –por fin– baja de los 30 grados, y afuera de la estación de metro Antón Martín una pareja se besa. Me he bebido la última caña con un buen y antiguo amigo kosovar que está de paso. Diez años sin haber coincidido, diez años de charlas pendientes. Un fuerte abrazo de despedida, emprendo mi camino a casa, e irremediablemente me pregunto: ¿cuándo es que realmente termina una guerra?

No había electricidad. De pronto llegaban rumores de que entrarían a las casas a matarnos a todos. Estuvimos un mes en casa de la abuela de un amigo. Allí rezaba mucho, entonces creía en Dios. Lo hacía, más que nada, para matar el tiempo… Me despedí de mi padre y de mi abuela porque no sabía si los volvería a ver”.

Así fueron los últimos días de mi amigo Mati –llamémosle así– en su Kosovo natal: el mundo –su mundo– que le fue arrebatado en 1999 por las garras de la barbarie y de la limpieza étnica. Así, ese niño de casi 12 años, vivió el cierre del siglo pasado: con un billete de ida y sin vuelta a casa. Tres meses después –dicen– la guerra terminó.

Por ejemplo, hace diez años, la primera persona del plural sólo la utilizaba en frases como: “… si nosotros, los kosovares, hubiésemos tenido una cuarta parte de los derechos de los catalanes, no habríamos declarado la independencia (2008)”

Después de la guerra la violencia siguió. Muchos, en mi ciudad, hicieron justicia por su propia cuenta. Un día pasó un tanque por la calle y todos los vecinos lo mirábamos desde las ventanas, pero uno, sólo uno, sonreía de oreja a oreja. Después me enteré que él no vivió mucho tiempo más”.

Mati y su familia salvaron la vida en México. Y la obtención de la nacionalidad mexicana fue un motivo de festejo, pues eso les eximía de ir por el mundo en condición de apátridas. Pero el dolor, a flor de piel, siguió en mi amigo. Por ejemplo, hace diez años, la primera persona del plural sólo la utilizaba en frases como: “… si nosotros, los kosovares, hubiésemos tenido una cuarta parte de los derechos de los catalanes, no habríamos declarado la independencia (2008)”. Hoy, la utiliza únicamente para referirse a él y a su hijo.

La guerra sigue presente en todas las conversaciones de la gente de mi ciudad. Siempre hay un ‘antes’ o un ‘después’ de ella. Yo también la sufrí, pero para mi la vida siguió”.

Advierto que sus antiguos dolores se han ido atenuando. Sin embargo, él ya no vive en México: el paradójico lugar en el que salvó su vida. No quiere que su hijo crezca allí, donde las lágrimas de la gente se diluyen en caudalosos ríos de sangre. Entonces, ¿cuándo es que termina una guerra?...

¿Vale que digan que un país no está en guerra cuando cada dos horas y media matan a una mujer… y no pasa absolutamente nada?

Sigo en Antón Martín a media noche. Mientras espero en el andén, un grupo de chicas festeja la despedida de soltera de una de ellas. Irradian felicidad, emanan algarabía. Se sienten y se saben más vivas que nunca. Una chica lanza: “y ahora, ¿hacia dónde vamos?”. “Hacia donde nos lleve la noche. Tú déjate llevar”, le responde otra.

De él –su último violador recuerdo que reía mientras yo lloraba de dolor”. “Lo único que recuerdo de él –su primer violador era el tatuaje que llevaba en el pecho. Era una calavera con una daga. Tenía el rostro tapado con una malla…”.

Cierro los ojos y me vienen estas frases. Son parte de un reportaje que aún yace en el cajón de una redacción lejana. Fueron dichas por mujeres mexicanas. Mujeres destrozadas. Mujeres ultrajadas por cobardes, invisibles para la justicia de su país.

Quince días después, la policía encontró a mi hija drogada, golpeada y violada. Estaba en una bodega junto a su captor. Ella siguió enamorada de él. Él sigue libre”.

Y éstas, que las dijo una mujer que vive amenazada por la madre del violador de su hija. Resulta que la ‘suegra’ de la joven víctima lidera una red de chicas esclavizadas a merced de su degenerado retoño. Sí, eso pasa en un país que –dicen– no está en guerra, en el que más de 1.200 mujeres han sido asesinadas en lo que va de 2019, sólo por el hecho de ser mujeres (en España, en 16 años, la cifra es de 1.000). Donde el 94% de las violaciones no se denuncian… por miedo, por ignorancia. Sí, en un país en el que a ellas ya sólo les queda incendiarlo todo para ser escuchadas.

Mi jefe me acosó. Me negué y me violó. Después me amenazó..."

Mi vagón ha llegado. ¿El inicio de una guerra lo define una marca cronológica?, me pregunto. Pues no estoy seguro de ello. ¿Vale que digan que un país no está en guerra cuando cada dos horas y media matan a una mujer… y no pasa absolutamente nada?

El final de cada mundo aparece sembrado de incontables dudas. Desgraciadamente, cuando éstas germinan en respuestas, ya suele ser demasiado tarde.

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