Robert A. Dahl, un politólogo de los de antes, de esos que no vivían pegados al big data sino a la filosofía, se preguntaba sobre la cantidad de oposición política que puede aguantar un gobierno democrático. Dadas unas aceptables condiciones para la expresión del pensamiento, la presentación de alternativas gubernamentales, la participación ciudadana en la vida pública, el control de las decisiones del gabinete, y una razonable división de poderes, el desenvolvimiento lógico de la democracia deshace gobiernos y crea otros.
El problema surgía, decía aquel norteamericano, cuando en ese sistema se encuentra un ejecutivo débil con una oposición dedicada a minar los dos componentes institucionales básicos del espíritu democrático: el consenso y la lealtad. Tan malo es un término como el otro. No cabe duda de que no es bueno un gobierno debilitado por la falta de confianza, el fracaso de sus políticas o de su comunicación, la timidez resolutiva, la desorganización, la desorientación ideológica, o la labor de zapa de los medios que ponen la lupa en los vicios humanos.
Esa característica va creciendo en España desde diciembre de 2011, cuando tantas confianzas quedaron enterradas, en parte por la herencia recibida del gobierno socialista de Zapatero. Han sido años en los que el ejecutivo de Rajoy, y el resto del PP en municipios y comunidades autónomas, han perdido cuatro millones de votos. Un tiempo en el que la remontada económica no ha sido suficiente para granjearse el reconocimiento de la ciudadanía. Una época en la que adoptaron la tecnocracia como sustento ideológico, eso sí, con un profundo aroma socialdemócrata, lo que ha resultado ser un error garrafal al coincidir con el retorno de la democracia sentimental.
Además, su timidez resolutiva y la política de camuflaje fueron aprovechadas desde 2014 por los independentistas, quienes abrieron un frente que no deja de sangrar. La CiU de Artur Mas concluyó la vía abierta por Jordi Pujol en 1981, aquel proyecto de nation building a golpe de subvenciones, prebendas y control de la educación y de la información. Tocqueville confesaba en sus Recuerdos que a todos les pilló por sorpresa la revolución de 1848. Hoy se habría reído de nosotros por la quietud ante la evidencia de que se avecinaba un golpe de Estado institucional en Cataluña con apoyo en una red social de aspecto cultural.
Los golpistas calcularon bien la personalidad y la debilidad del gobierno, y utilizaron los mecanismos de la democracia para llevar su posición al disenso extremo que destruye las bases de la convivencia. El daño que ha hecho la situación catalana al PP, o mejor, su incapacidad para recoger la reacción popular en defensa de la Constitución, es todavía pronto para calcularlo. Pero no es un número, es un síntoma del abandono suicida de un partido de gobierno.
El resultado de esta situación es negativo, aquí y en cualquier lugar, porque se produce una desafección general hacia el grupo dirigente, confundido con las instituciones y los procedimientos. El ciudadano no tiene por qué saber cómo funciona un sistema político y las leyes, pero sí sabe cuando pierde su confianza en aquellos en quienes la depositó para gestionar lo público.
En democracia la iniciativa política la tiene el gobierno, no la oposición
Esto lleva a la siguiente conclusión: tan nocivo es un gobierno sin capacidad de respuesta, débil y noqueado, como una oposición fundada en el disenso absoluto y la deslealtad, que moviliza a sectores sociales sensibles, como jubilados y estudiantes, y que marca el compás de la agenda política con el auxilio de los medios de comunicación amigos. Lo último es particularmente grave, ya que en democracia la iniciativa política la tiene el gobierno, no la oposición. Cuando esto sucede, un sistema se encuentra en la pista de salida.
Esto es lo que han hecho los partidos de la “nueva política”, Ciudadanos y Podemos; ya muy envejecidos por la ambición, el caudillismo y el marketing electoral. Han sabido explotar las evidentes debilidades del gobierno y de su partido para crear opinión pública, retorcer su mano, humillarlos en ocasiones, y tener presencia social. No hay límites, sino excusas, como las del orden gubernamental y la virtud. El caso de Murcia es una muestra: Pedro Antonio Sánchez, imputado por las denuncias de un PSOE presentado como acusación particular, fue obligado a dimitir por Ciudadanos. El posterior sobreseimiento de las denuncias no ha importado, y el PP sigue bajando en Murcia.
La labor de oposición de los “nuevos” ha minado la confianza en el gobierno, ya de por sí baja por la cascada continua de casos de corrupción, sin aumentar el optimismo por la alternativa. Una democracia con pretensiones de estabilidad ha de basarse también en la esperanza. Ya ocurrió cuando se suicidó la UCD de Suárez, y el PSOE recogió la vitalidad; o cuando se enfangaron los de González en los noventa y apareció el PP de Aznar, hoy estandarte del fuego amigo. Los populares se empeñan en suicidarse, en permanecer “sin pulso” como diría Francisco Silvela, mientras todos le animan a hacerlo, sin alimentar la esperanza en el recambio.