Los españoles dicen preocuparse por sus políticos, según afirma el CIS, y eso que no están ni siquiera medianamente informados de lo que ocurre en los partidos que, lisa y llanamente, constituyen un agujero negro de la democracia, un espacio donde, ni están vigentes, ni, en la medida en que lo estén, se respetan, principios cuya violación se consideraría escandalosa en cualquier otro ámbito.
Sin partidos que respeten la ley y la democracia no hay elecciones políticas, hay un puro refrendo de liderazgos
Es una observación muy común entre los teóricos de la política la afirmación de que la democracia interna es un imposible real, casi un concepto contradictorio, y hay mucho de correcto en ese diagnóstico, pero una cosa es que los conceptos sufran una cierta deformación cuando se aplican al ámbito interno de los partidos, porque, por ejemplo, se haya de atender a criterios de eficacia, discreción o de otro tipo, y otra que la vida interna de los partidos, las decisiones que toman en nuestro nombre y que tanto nos afectan, estén completamente al margen de normas elementales de derecho.
Los programas, pura propaganda sin compromiso alguno
Se dice en el Quijote que la justicia es tan necesaria que ha de regir incluso en las bandas de ladrones, pero los partidos se las han arreglado para prescindir de esa garantía y hacer de tal modo que el poder que les otorgamos en la Constitución pueda ejercerse con brutalidad y sin ningún respeto al discrepante, y acabe por ser el único criterio con el que en ellos se ventilan los debates y las alternativas, completamente al margen de cualquier clase de criterios formales o del respeto a las libertades constitucionales que están, en la práctica, severamente reprimidas en el seno de las organizaciones partidarias. En consecuencia, el puro poder, que no la política, que es algo distinto, pues ha de tener en cuenta al adversario y al diferente, acaba siendo la única razón de ser de los partidos tanto hacia afuera como hacia dentro, y eso desvirtúa completamente su función representativa. Las elecciones se ven reducidas a la pura legitimación del poder, que podrá, en adelante, hacer absolutamente lo que le venga en gana, con tal de cuidarse de volver a engañar a los votantes, más bien hacia el final de la legislatura. Sin partidos que respeten la ley y la democracia no hay elecciones políticas, hay un puro refrendo de liderazgos, de modo que, como ha escrito brillantemente Juan Manuel Blanco en Vozpopuli, “los partidos no ganan las elecciones para aplicar un programa: hacen el programa para ganar las elecciones”, es decir que su funcionamiento destruye la democracia del sistema que los legitima.
Democracia asamblearia frente a democracia representativa
La razón principal para preferir la democracia representativa frente a cualquier forma de democracia asamblearia o supuestamente directa, es, precisamente, el que se garantice un alto nivel de respeto a la pureza de los procedimientos para tomar decisiones y, por supuesto, al imperio de la ley común, en todo momento. Pero nuestros partidos se las han arreglado para librarse de esa garantía que coarta ampliamente la libertad de los que mandan, que limita su poder, y lo han hecho para que quienes alcanzan la cumbre puedan actuar como autócratas, olvidando cualquier obligación con los que le dieron la representación y, por supuesto, con cualquier principio legal que consideran una bajeza vigente sólo para ciudadanos vulgares. Es bien claro que esa tendencia a la autocracia es un mal universal, nuestro problema es que no hemos tomado las medidas suficientes y razonables para evitarla, y así nos está yendo. La democracia representativa ha pasado a llevar una existencia espectral en la medida en que su práctica ha cedido el paso a métodos de gobierno de los partidos sin ninguna garantía jurídica, ni en el orden estatutario, ni en los sistemas de elección interna, que se imponen y superponen a la elección ciudadana, ni en el control económico y financiero de sus organizaciones, ni en el respeto a los derechos básicos de sus miembros.
Ejemplos
Por si alguien pudiera pensar que exagero, me remitiré a dos casos muy notorios. En un estupendo artículo reciente, Guillermo Gortázar analizaba el censo del Partido Popular, que según algunas informaciones de prensa alcanza a los 800.000 militantes y que en la práctica es un documento meramente virtual, que sólo pueden emplear quienes dirigen el partido, y lo manejan enteramente a su antojo, haciendo, a su pura conveniencia, que figuren personas inexistentes, y que pervivan difuntos, o que desaparezcan súbitamente los insensatos que pretendan presentar una candidatura alternativa a la que goza del beneplácito oficial, es decir que cuando democracia debiera significar tener posibilidades de destitución pacífica del que ejerce el poder, estamos en un caso de democracia cero. Eso explica que Rajoy se pueda pasar por el arco de triunfo los plazos estatutarios para celebrar el Congreso que le habría de ratificar como presidente del Partido, o que pueda evitar el tener que consultar a nadie si ha de ser o no el candidato del partido en las próximas elecciones, cuando quiera que sean, pues es de suponer que, pese a todo, vuelva a haberlas en alguna ocasión más o menos cercana. Cualquiera que sugiriese que está en la obligación de someterse al escrutinio de todo el partido podría encontrarse, sin la menor duda, con que ni él ni la mayoría de sus adeptos forman ya parte del censo de militantes, un secreto guardado con mayor ahínco que el de la contabilidad de ingresos.
El PSOE ya no es un partido nacional o español, sino la alianza coyuntural de unos partidos regionales y/o nacionales, una especie de CEDA de la izquierda dinástica
A la vista de todos ha quedado el espectáculo de la destitución, que no dimisión, de Pedro Sánchez, cosa que no puede invocarse como negación de la tesis que aquí se sostiene porque, como una desgracia adicional, el poder en el PSOE ya no se asienta en su órgano nacional, especialmente si carece, como ha sido el caso, de poder público, sino en los poderes de las baronías, nombre informal con el que se designa a una dura realidad, que el PSOE ya no es un partido nacional o español, sino la alianza coyuntural de unos partidos regionales y/o nacionales, una especie de CEDA de la izquierda dinástica, algo que, de no variar el rumbo, pasará aceleradamente, como diría Groucho Marx, “de la nada a la más absoluta miseria”. Pues bien, quien manda en el PSOE decidió prescindir del incómodo valet, y se pasó por salva sea la parte, cualquier principio legal, estatutario y formal para ejecutar su deseo: ni censo, ni orden del día, ni Estatutos, ni zarandajas, que se entere el pendejo de quien manda en esta casa. No se olvide que, lleno de simbolismo, el auténtico aquelarre comenzó cuando Sánchez pretendió sacar las urnas y exigir el voto secreto, ¡hasta ahí podíamos llegar!
Gürtel, un caso clínico
La representación del drama socialista ha sido tan bochornosa y tan deletérea que ha convertido a Rajoy en un hombre nuevo, le ha hecho olvidarse de las urgencias de lograr Gobierno, que para él eran absolutamente perentorias, porque existe el riesgo de que muchos españoles comprendan que, pese a los graznidos interesados, el año que llevamos sin su vigorosa tutela, está siendo de los mejores que se recuerdan, con una economía que crece y sin el agobio de miles de nuevas normas a cada semana. El golpe dado en Ferraz ha conseguido, mérito sin duda memorable, que el caso Gürtel comience a juzgarse en un clima de fantástica irrealidad, dada la sangre caliente que aún se derrama en cada cónclave socialista. Tanto, que el PP ha decidido pasar a la ofensiva y recordar la bella historia de que todo ha sido un montaje, que Correa, Bárcenas y los demás no son del PP, que todo es una pesadilla ideada por el maligno para confundir a los necios.
Es claro el mensaje de fondo: no se metan con un ámbito que es el de nuestra exclusiva responsabilidad, lo que pasa dentro del partido a nadie le incumbe: la democracia es para vosotros, no para el partido que, como tal, está por encima de esas fruslerías, y esa mirada distraída es lo menos que nos merecemos por lo mucho que hacemos por vosotros, panda de desagradecidos, podrá decir en cualquier momento el Hernando de turno.
La reforma posible
Son muchos los que piden resolver todo esto con un cambio de la legislación electoral, petición que puede tomarse a la vez como un deseo piadoso, no en el caso de Ciudadanos para el que representa una inmerecida petición de aumento de sueldo, pero también como ignorancia de lo que está en juego. Si España resulta difícilmente gobernable con un sistema como el presente, excúsese calcular lo que sería un parlamento con 500 o más representantes de pequeños distritos convencidos de que sólo existe Matalascabritillas del Duque, que ha tenido el detalle de elegirlo. Un sistema electoral es como un mapa de carreteras, y sirve para decirnos cómo se va a Oviedo sin que importe ni mucho ni poco lo que no sea aclarar el camino más corto o más atractivo. Pretender un sistema más representativo que el que tenemos sería como dibujar un mapa borgiano en que la escala fuese 1:1, casi un imposible lógico. No está ahí nuestro problema, sino en la cultura autoritaria que impregna, sin que nada lo impida, el funcionamiento de los partidos.
El espectáculo que está dando nuestro parlamento, hace necesario que muchos reflexionen sobre la necesidad de someter a Rajoy, a quien sea del PSOE, a Rivera, a Iglesias y a unos cuantos más, al suave yugo de la ley común
Nuestro sistema electoral tiene defectos, no cabe duda, pero no hay en el mundo entero ninguno que carezca de tachas. La regulación de los partidos es, sin embargo, profundamente hipócrita y chapucera, manifiestamente mejorable, funcionalmente desastrosa y descaradamente autoritaria. Es fácil de mejorar con un par de normas simples y sencillas, y es posible hacerlo porque, aunque favorezca el cinismo a las cúpulas partidarias, no sólo perjudica a los ciudadanos del común, sino que hace intolerablemente indigna la vida de los políticos decentes, que los puede haber en casi todos los partidos. Me parece que el espectáculo que ha dado y está dando nuestro parlamento, hace necesario que muchos reflexionen sobre la necesidad de someter a Rajoy, a quien sea del PSOE, a Rivera, a Iglesias y a unos cuantos más, al suave yugo de la ley común, a ver si así aprenden lo que de su oficio se dice en la Constitución, que deben dedicarse a representarnos y a dar cauce a las demandas plurales de una sociedad que a punto está del mayor hartazgo de todos ellos, por supuesto que sin excepción.
Y que no se me olvide felicitar a ese conjunto de miopes que nos dirigen, y en especial a la laboriosa presidenta del parlamento, por la brillante idea de celebrar unánimemente un triunfo de la supuesta paz en Colombia que resultaba tan impresentable que ni siquiera aquí habríamos tolerado, como brillantemente ha señalado Arcadi Espada. Cuando se olvida la necesidad de un comportamiento digno, y de respetar normas de decencia que son universales, se tiende a cometer el error de presumir de una superioridad moral que, evidentemente, no existe, y se hace el ridículo.