Donald Trump inventó la tuitocracia. Al atardecer, en la soledad de su cuarto, alejado de la inmarcesible presencia de Melanie, se arrellana en el sofá, se plantifica ante un par de hamburguesas (doble con queso), un cargamento de cocacolas, un televisor gigante invadido por la Fox y se dispone a gobernar el mundo. La Sala Oval es un mero artificio, una superstición, un aparatoso recinto donde pegar gritos, leer documentos, pocos, y cesar a unos quince miembros de su staff por minuto.
La verdadera labor presidencial la hace a la caída de la tarde, móvil en ristre, a golpes de tuit. Una ametralladora con la que fulmina a sus rivales, insulta a sus críticos y reta a sus enemigos. A veces, también, envía una felicitación, o un comentario amable. Muy pocas. Gobernar, para Trump, es un vicio solitario que ejerce vía iPhone. Washington es una tuitocracia y Trump su sumo sacerdote.
Pedro Sánchez no la ejerce. Pocos tuits adornan su pasado. En uno de ellos, muy comentado, hacía mención de cierto restaurante italiano de Chueca donde se reunía con su gente a cenar pizza. En otro, más enigmático, apuntaba: “Cosas de la vida, un día raro de ánimo me acaba saliendo redondo. Me voy a casa ya para que no se estropee”. Era el 3 de marzo de 2011. ¿Y? El entonces presidente era un mero diputado raso que vertía sobre las redes mensajes intrascendentes. De este jaez. “En taxi, por el camino más largo al destino; qué digo? Hago?”. “Entro en el metro frío sin lluvia. Salgo del metro lluvia sin frío. Bendita lluvia”. “Ser felices”. Tal cual. “Ser” y no el correcto imperativo “sed”. La gramática tuitera del presidente del Gobierno dejaba algo que desear.
Mensajes insípidos, casi de adolescente. Sin dobles lecturas, pensamientos inconfesables, maldiciones, espumarajos, gruñidos. La radiografía de un hombre feliz. Una cuenta de tuits blanca, nívea, impoluta, que no puede ofender a nadie. En suma, una excepción.
Algún aspirante a poltrona se ha caído de la lista por su intempestivo rastro en las redes. Las carga el diablo. Y la ira. Y la sobredosis de alcohol en noches depresivas
Estos días de reclutamiento masivo de cargos, colaboradores y asesores socialistas, la primera pregunta que se hace desde Moncloa a los posibles candidatos viene siendo: “¿Tienes tuit?”. La segunda: “¿Militaste en algún otro partido?”. Y la tercera: “¿Estás en paz con Hacienda?”. Algún aspirante a poltrona se ha caído de la lista por su intempestivo rastro en las redes. Las carga el diablo. Y la ira. Y la sobredosis de alcohol en noches depresivas.
Desde el Gabinete de Sánchez se han propinado algunos tuits que han movido a la estupefacción, la perplejidad y hasta la chanza. El de las manos del presidente, que “marcan la determinación del Gobierno” ha sido el más comentado. También el de las gafas de sol en la cabina del jet presidencial. O el del helicóptero. Sánchez tenía un problema. Y serio. No eran esos los mensajes esperados, tan próximos al ridículo. Ha cortado por lo sano y ha actuado como haría todo ciudadano de bien. Ha llamado a la policía.
La Moncloa acaba de contratar a la responsable de los tuits de la Policía Nacional. Esto es, ha fichado a su ‘community manager’. Carolina González se llama este prodigio que consiguió duplicar el número de seguidores de la cuenta oficial de la ‘poli’. Más de tres millones de ciudadanos enganchados a sus misivas, consejos, sugerencias y comentarios. En sólo tres años. Una fiera. Además de miembro de las Fuerzas de Seguridad del Estado, Carolina es periodista, detalle que no oculta en su currículum pese a que algunos les haga torcer el gesto. Se ha puesto al frente de la comunicación digital de Presidencia para, fundamentalmente, evitar patinazos y poner orden en la sala. Y, de paso, edulcorar, en la medida de lo posible, la imagen del su jefe, que para eso están las redes.
“Escribir en un libro todas las cosas es dejar una espada en manos de un niño”, decía Clemente de Alejandría. Hacerlo en un tuit es dejar una metralleta en manos de un descerebrado. No sabemos el nombre de quien manejaba los tuits de Mariano Rajoy. Muchos los escribía él mismo, de su puño y letra. Los firmaba MR. Otros, en especial aquellos tan garbosos y tiernos en los que aparecía trotando de madrugada por bulevares, riscos y mesetas, corrían a cargo de su equipo tuitero. Nunca nos enteramos de quién se encargaba de esta faena. No lo hacía mal. Pero el marketing político exige ruido, farfolla, luminarias y, lo que ellos denominan, ‘impactos’. Fichar a la tuitera de la Policía es casi como hacer ministro a Pedro Duque. Un certero movimiento que despierta el unánime aplauso. ¿A quién le puede parecer mal? Quizás a Rajoy le habría ido mejor si, llegado el caso, hubiera llamado a la Policía.