La del estanco suele ser la fila menos problemática de las que toca hacer durante el confinamiento. A los fumadores el vicio nos apea de cualquier beatería. Estamos proscritos por definición. Alguien que carboniza sus pulmones por voluntad propia tiene derecho a muy pocos motines. Por eso estamos tranquilos, a solas con nuestro alquitrán.
A diferencia de otros días, algo en esta mañana rompe la armonía de los que salimos a comprar tabaco. A las puertas del estanco no esperan los apacibles ancianos que convertirán su pecho en un cenicero. En su lugar, está un par de inquietas y ansiosas señoras. No llegan a la tercera edad, aunque la rozan. Tampoco tienen el aspecto calmado de los fumadores, ni el pasotismo de quienes dejamos amarillear las yemas de los dedos.
Ambas parecen escapadas de uno de los pequeños cuentos misóginos de Patricia Highsmith. Llevan un sargento escondido en sus carritos de la compra. Las empuja la pulsión de imponer a los demás el orden que tienen en su cabeza. Una riñe al repartidor de Fortuna, por pasarle muy cerca. La otra imparte órdenes que no alcanzo a entender. Algo parecido a un pañal le cubre la boca y le atrapa las palabras.
Ambas parecen escapadas de uno de los pequeños cuentos misóginos de Highsmith. Llevan un sargento escondido en sus carritos de la compra
Tras muchas señas, consigo descifrar lo que dice. Quiere que pase, y que lo haga ya. Pero no puedo, hay dos personas dentro. "Es un estanco grande, pero no da para tanto", le digo. La señora insiste. Alzo mis brazos, en son de paz, y me asomo. En efecto, ni puedo ni debo pasar y así se lo hago saber. Pero ella sigue haciendo aspavientos.
Para evitar problemas, le cedo mi turno. Aunque no noto ningún rasgo distinto de un mal humor enciclopédico, intento ponerme en sus zapatos. Quizá esa mujer tenga prisa o alguien la espere en casa o puede que la sensación de aguardar un turno le genere una ansiedad que yo no alcance a comprender. Con su carrito por panzer, se abre paso a trompicones y entra en el local.
Encuentro algo extraño e inútil en toda esta escena muy de las mujeres de Highsmith. Como era de esperar, la estanquera le pide que salga. Cuando los otros clientes que ya han comprado abandonan la tienda, ella vuelve a entrar, coge sus cajetillas y se marcha lanzando improperios. No quiero sentirlo, pero me molestan su zafiedad y autoritarismo.
Después de comprar mis cigarrillos, me reprendo por cederle el turno, pero también por sentir una creciente sensación de estafa. Me riño por no contestarle en su momento o por hacerlo ahora, a regañadientes. No sé quién es ni qué pueda pasarle, podría ser mi madre o sólo está cansada. No es importante, me repito, aunque lo sea. El miedo de los demás es como la basura, algo con lo que hay que entenderse.
Lo interesante vendrá cuando se acumulen aún más días. Cada uno de nosotros se convertirá en candidato a la gota que rebosará el vaso
Aunque insignificante, la escaramuza de esta mañana me pareció ilustrativa de algo más. Empujada por las circunstancias, coaccionada por la idea de lo excepcional, cedí mi turno a alguien que sin duda lo necesitaba más que yo, al menos a juzgar por su actitud. Me queda sin embargo el sabor de boca del improperio, los malos modos y un acoso de baja intensidad. Algo sin importancia en la jornada número 31 de confinamiento.
Lo interesante vendrá cuando se acumulen aún más días. Cada uno de nosotros se convertirá en candidato a la gota que rebosará el vaso. Quizá se multipliquen las notas en los ascensores, de esas del tipo búscate otra casa. Y puede que hasta la gente deje de aplaudir y organice su frustración de otra manera. Habrán bajado los contagios, espero, pero una infección anterior saldrá a estirar las piernas tras mucho tiempo escondida en el armario. Las pequeñas criaturas de Highsmith saldrán a roer el hueso de la empatía... la escala doméstica del suspense.