Opinión

Plácido no estaba enfermo

Domingo cantó estupendamente, en mi opinión, pero si hubiese cantado mal le habrían aplaudido lo mismo, porque ¡mira que salir a cantar con ese gripazo! ¡Un héroe! ¡Un santo! ¿Quién no perdonaría cualquier error en una circunstancia así?

  • Plácido Domingo

Plácido Domingo ha dirigido Die Walküre, es decir La valkiria, de Richard Wagner, en el Festival de Bayreuth. Eso viene a ser lo mismo que si el más animoso de los curas del mundo se planta en el Vaticano y se pone a decir misa delante del Papa. No es fácil. A cualquiera le temblarían las choquezuelas, que habría dicho Sancho Panza.

A Plácido le habrán temblado, como es natural, pero le ha echado nísperos y se ha metido en esa gruta siniestra que es el foso de orquesta del teatro de Bayreuth sin protección alguna. Es decir, sin avisar antes al público de que estaba enfermo.

No me interpreten mal, por favor. Siento por Plácido verdadera admiración personal y musical. En lo primero, es un tipo encantador, afectuoso y poseedor de una generosidad casi ilimitada. Como cantante, es sencillamente un fenómeno de la naturaleza: nadie, en toda la historia de la ópera, ha interpretado tantos papeles distintos (alrededor de 120) y a nadie le han aplaudido durante 80 minutos después de cantar una ópera (Otello, de Verdi, en 1991 y en Viena; salió a saludar 101 veces). Por eso nunca entendí lo de la gripe.

La primera vez que vi esto fue en el Metropolitan de Nueva York, en marzo de 1980. Plácido consiguió 70 entradas de gallinero para todo el Coro Universitario de Oviedo, que estábamos allí grabando un disco, y nos invitó a la función de estreno de la Manon Lescaut de Puccini, que protagonizaba él (de ahí, y de otras cosas, lo que he dicho de su generosidad). Pero justo antes de que comenzase la representación, salió un señor con un micrófono al escenario y dijo, no sin compunción ni desconsuelo, que el maestro Domingo padecía una fuerte afección gripal. Gemido de decepción en el teatro, que estaba a rebosar. Pero que, a pesar de todo, iba a intentar cantar, añadió el del micrófono, mucho más contento. Ovación de 8,3 grados en la escala de Richter.

No lo machacaron del todo porque incluso entre los guardianes del dogma wagneriano hay seres humanos capaces de compasión"

A partir de ahí, pueden ustedes adivinar lo qué pasó. Domingo cantó estupendamente, en mi opinión, pero si hubiese cantado mal le habrían aplaudido lo mismo, porque ¡mira que salir a cantar con ese gripazo! ¡Un héroe! ¡Un santo! ¿Quién no perdonaría cualquier error en una circunstancia así?

Volví a encontrarme con la “afección gripal” del gran Plácido media docena de veces más, en Madrid, en Barcelona y en Milán, a lo largo de muchos años. El efecto de la que demostró ser la gripe más duradera de la historia de la música fue siempre el mismo: al tenor madrileño se le perdonaba todo… si es que había algo que perdonar, cosa que no sucedía casi nunca. Pero aquella gripe porsiacásica (es decir, “por si acaso” tengo un mal día) se convirtió en leyenda.

Esta vez no hubo gripe ni cosa que lo valiese. Plácido, que ya tiene más de 77 años, se metió en esa máquina de picar carne que es el teatro de Bayreuth no para cantar, que es algo que ya había hecho allí varias veces, sino para dirigir una partitura brutal ante el público más despiadado del mundo, que es el de esa cripta diseñada por el propio Wagner con el único propósito de su propia adoración.

Plácido se puso ante el público más despiadado del mundo, que es el de esa cripta diseñada por el propio Wagner con el único propósito de su propia adoración"

Wagner no era, en rigor, un músico sino un mesías o un imam, creador de una religión furiosa y, para muchos, excluyente. Los wagnerianos no escuchan sus óperas: las veneran. Buscan, como todos los creyentes, un estado de transfiguración, un éxtasis místico que va mucho más allá de la habitual chifladura mitomaníaca de los amantes de la ópera, que ya se sabe que estamos casi todos como cencerros. También como todos los creyentes, miran con una mezcla de lástima y altanería a quienes no hemos sido alcanzados por la gracia santificante de adorar todas y cada una de las notas que escribió aquel señor, cuyas óperas –la definición es vieja y célebre– contienen momentos sublimes separados entre sí por cuartos de hora insoportables.

Al público de Bayreuth no le puedes ir con la historieta de la gripe. No son aficionados a la música, son teólogos de una fe terminante que van allí, año tras año, a comprobar si el tipo que se sube al podio cumple, uno por uno, con todos los mandamientos. No tienen piedad con nadie. Y hace falta estar muy loco, pero mucho, para meterse en esa cueva cuando todo el mundo sabe que es la primera vez en tu vida que diriges una ópera de Wagner, que es lo que ha hecho Plácido.

El resultado era de esperar. No lo machacaron del todo porque incluso entre los guardianes del dogma wagneriano hay seres humanos capaces de compasión, que comprenden que el error forma parte de la vida y que incluso la embellece. Pero muchos sí lo machacaron. Plácido llevaba seis meses con la partitura de La walkiria debajo del brazo. Se la sabe de memoria. Intentó hacer algo dificilísimo: interpretar la obra para intentar que resaltasen las voces de los cantantes, porque él lo ha sido, él ha cantado eso mismo muchas veces, y sabe lo mal que se pasa cuando la orquesta te tapa o cuando el director (al que no siempre ves desde ese escenario) te ignora o no te ayuda, que se supone que es para lo que está. Plácido, que es un gran músico pero sobre todo es un sentimental, trató de hacer brillar la enorme dulzura que hay en esa música.

Aquella gripe porsiacásica de Plácido (es decir, “por si acaso” tengo un mal día) se convirtió en leyenda"

Pero ya dijo Felix Mottl, otro de los 73 directores que han pasado por ese terrorífico podio desde 1876 hasta hoy, que “el estado de ánimo no es nada. Lo principal será siempre el conocimiento”. Y Plácido Domingo conoce La walkiria como pocos, pero es esencialmente estado de ánimo. Lo fue siempre como cantante y lo sigue siendo como director. No podía ganar. El público estaba de uñas, mucho más con él que con la escena absurda y desatinada de Frank Castorff, quizá porque ya la habían visto. Pero todo se unió contra el “estado de ánimo” del osado madrileño. También la duración (casi seis horas) y una temperatura que no por conocida es menos despiadada.

¿Saben qué? No pasa nada. El público del estreno es siempre distinto del público del resto de las funciones, que es, podría decirse, el de verdad. A Rossini lo despedazaron vivo tras la primera función de El barbero de Sevilla, en el teatro Torre Argentina de Roma. Cuando concluyó la segunda (que no dirigió él: ¡pretextó que tenía gripe!), la gente fue a buscarlo a su casa para llevarlo a hombros hasta el teatro. Y si le sucedió a Rossini, ¿por qué no le va a suceder a Plácido Domingo?

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