Podemos dejó de existir hace ya tiempo, en algún lapso impreciso entre epifanías congresuales. Nunca fue mucho más que una multitud airada, un gentío baladrón propenso a abrochar cualquier kermés con aquel alarido seminal, ‘Sí se puede’, cuyo pleno sentido se ha acabado proyectando en la prosperidad de su casta dirigente. El partido, si alguna vez fue tal, ha terminado por estallar en una constelación de corrientes, plataformas y mareas que escapan a la tutela del antiguo núcleo irradiador, fragmentado a su vez en mil complots a cielo abierto. El anuncio de Íñigo Errejón de renunciar al nombre de Podemos en su asalto a la Comunidad de Madrid, efusivamente celebrado por Carolina Bescansa, obliga a preguntarse por la jurisdicción de Pablo Iglesias. Secretario general, sí, pero de qué. A la Cataluña colauita, el Madrid expedientado y la Andalucía califata se añaden la ruptura en Cantabria y la insumisión de IU en Castilla y León. Un paisaje acorde, no lo olvidemos, con la máxima de Iglesias en asuntos patrios: “Yo no puedo decir España”.
El partido de Iglesias ha terminado por estallar en una constelación de corrientes, plataformas y mareas que escapan a la tutela del antiguo núcleo irradiador
El propio Errejón, en su indisimulado afán de reducir el pablismo a la mínima expresión, saludó que el movimiento se fuera troceando en una letanía de aldeanismos: “Sentimos una especial satisfacción por la constitución de espacios políticos diferenciados y de carácter plurinacional en los territorios con dinámicas nacionales propias como en Cataluña, Valencia, Baleares y Galicia”. La batalla por el poder, no obstante, no se ciñe únicamente a la tensión Errejón-Iglesias. En el extrarradio de ambos polos se congregan el kichismo, los anticapis y quién sabe qué otros manantiales de pureza. Hechas las cuentas, el antiguo Podemos (el Podemos Auténtico, que dirían Anson y la Falange) empieza a coincidir inquietantemente con el perímetro del chalé de Galapagar (qué impublicables no le habría inspirado a Umbral esa dacha). Mas que nadie se llame a engaño. La posibilidad de que semejante magma conciba un proyecto nacional es tan risible como lo habría sido hace unos años que el PSOE rodeara parlamentos. Por ese limbo transita hoy la izquierda, iba a decir que española.