Opinión

Polariza que algo queda

Los españoles, privados de las urnas durante más de cuarenta años, al volver con las papeletas de votación en la mano, traían puesta la vacuna del escarmiento

  • Adolfo Suárez, izquierda, y Felipe González, derecha -

Veníamos del convencimiento de que en el centro estaba la victoria, que quien se apoderaba del centro sería el ganador de las elecciones. Ese era el espacio político más codiciado a partir de las primeras elecciones generales libres, habilitadas por la Ley para la Reforma Política, que se celebraron el 15 de junio de 1977 y en las siguientes del 1 de marzo 1979 ganadas ambas por Adolfo Suárez, que quiso hacer del centro su bandera, convencido de que a una UCD centrada y progresista le correspondería un PSOE moderado y centrista.

La preponderancia de las fuerzas centrípetas, en busca del centro donde se suponía que estaba ubicada la mayoría social y las posibilidades del consenso cívico, invertía el sentido de la pugna que estalló en la guerra civil a partir del alzamiento de 1936, cuando el centro quedó desertizado y los centrifugados abrieron el país en trincheras.

Los españoles, privados de las urnas durante más de cuarenta años, al volver con las papeletas de votación en la mano, traían puesta la vacuna del escarmiento y el propósito decidido de nunca más enfrentarse con las armas. Los años triunfales que se sucedieron les habían encaminado por rutas imperiales que solo eran transitables con cartillas de racionamiento.

Ni siquiera la retórica encendida de cuando entonces pudo seguir ocultando que la victoria alcanzada por unos españoles no había sido obtenida sobre senegaleses o nepalíes, sino sobre otros españoles indudables, a los que no cabía negarles esa condición nacional compartida.

Ni siquiera la retórica encendida de cuando entonces pudo seguir ocultando que la victoria alcanzada por unos españoles no había sido obtenida sobre senegaleses o nepalíes

La pretensión de los vencedores de identificarse en exclusiva con España y de arrojar a la otra mitad de compatriotas a las tinieblas exteriores de la anti España, donde era el llanto y el crujir de dientes, tenía su fecha de caducidad anillada a la muerte de Franco. Con su extinción física, en la madrugada del 20 de noviembre de 1975, al ser desenchufado por Cristóbal Martínez-Bordiú, marqués de Villaverde, al que apodaban el yernísimo, se hizo improrrogable el tinglado. Entonces, para desconsuelo de los hispanistas, nuestro país abandonó la pasión mediterránea y pasó a comportarse con la frialdad de los ribereños del Báltico.

Nuestros compatriotas optaron por el pienso luego existo cartesiano, en vez de aferrarse a la exasperación unamuniana. Pero sabemos por Geofrey Parker que el éxito, también el de la convivencia, nunca es definitivo y nos dejamos impregnar por el desencanto, abandonándonos a la nostalgia de las emociones cainitas que tanto habíamos cultivado en pasados tiempos de guerras civiles.

Nuestros compatriotas optaron por el pienso luego existo cartesiano, en vez de aferrarse a la exasperación unamuniana

Se produjo la alternancia, Felipe González, después de renunciar a la definición marxista del PSOE, ganó las elecciones del 28 de octubre de 1982, las del 22 de junio de 1986, las del 29 de octubre de 1989 y las 6 de junio de 1993 con mengua de escaños y plétora de escándalos. José María Aznar, que parecía abonado a la derrota, llegó procedente de Valladolid y se encumbró aplicando aquello de polariza que algo queda con logros imprevistos como el de hacer de ZP, apodado Bambi, un líder pancartista.

Transcurridas dos legislaturas, el 14 de marzo de 2004, con el estruendo de la masacre de los trenes que el aznarismo quiso atribuir, contra todos los indicios y las pruebas más indiscutibles a los asesinos de ETA, tuvimos en Moncloa a José Luis Rodríguez Zapatero, entusiasmado también con tener en la oposición a un Partido Popular echado al monte con los presbíteros de la Iglesia en manifestaciones callejeras.

La negación de la crisis no por tres, sino por treinta veces nos puso en manos de Mariano Rajoy, que supo encontrar enseguida el discreto encanto de la polarización. Moción de censura, elecciones repetidas y Frankenstein por medio nos han traído a Pedro Sánchez y su cuadrilla y con ella estamos en polarizar divino tesoro. Y, además, en la modernidad más exquisita, como han probado las elecciones en Europa y América por doquier. Continuará.

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