La democracia se ha democratizado. O algo así se dirá. La nueva política ya no es gris, ni previsible, ni aburrida. La nueva política es a todo color, en HD y en streaming. Es entretenida, es apasionante y está vacía. La política es más entretenida. Nadie lo duda. En pocos años hemos visto a todos los líderes rozar el cielo y el infierno, mociones de censura, giros inesperados, cambios ideológicos, guerras internas, nuevos partidos emergentes…
Y mientras tanto, sabiéndolo un poco, los ciudadanos nos convertimos en espectadores, consumidores o hinchas. La política española adopta comportamientos y dinámicas propias de la televisión basura, de la lógica del espectáculo y del mundo del fútbol. Ferreras ha entendido perfectamente las nuevas dinámicas y ha convertido su programa en pura acción, estímulo constante; las encuestas electorales se siguen como si fuera la clasificación de la Liga; aparecen caras nuevas, casi siempre jóvenes y atractivas; el Hormiguero es la nueva casa del debate público, donde los políticos acuden a mostrarse majetes, bailar un poco y tratar los temas de interés nacional con Trancas y Barrancas; los debates cada vez se parecen más a Sálvame Deluxe; los robados del romance entre Albert Rivera y Malú en portada de prensa nacional…
El momento Waldo
La política ha sucumbido a las fuerzas de lo superficial y lo efímero, a las lógicas de la seducción y el espectáculo, tan presentes ya en otros ámbitos como la cultura. La política cada vez se parece más a un reality show, a un producto de marketing. Ya lo predijo Black Mirror en 2013 en el episodio “el momento Waldo”. Inevitablemente la democracia se convierte en demagogia, los programas políticos en eslóganes, el diálogo en exabrupto, la campaña electoral en show político, los debates en espectáculo mediático…
Caballeros con levita dando grandes discursos a una pequeña minoría -la élite- han dado paso a mozuelos de buen ver haciendo el ridículo en el Hormiguero. En comparación con el elitismo del pasado, el lenguaje del ridículo es universal y todo el mundo puede entenderlo. Supongo que a eso se refieren con democratización. Antes nadie entendía nada, ahora ya nadie habla sobre cosas que merezcan reflexión o comprensión.
La gestión de los asuntos que nos conciernen a todos se ha convertido en un espectáculo de estrategias electorales y asesores marketinianos que poco necesitan saber sobre las políticas que conciernen al país
La democracia no puede existir sin debate público. Y éste se ve sustituido por un mercadeo barato de discursos emocionales e ideas-eslogan: populismo y simplificación. Los ciudadanos adquirimos el rol pasivo del espectador-hincha: disfrutamos el entretenimiento y nos posicionamos emocional y apasionadamente en alguno de los bandos. La sentencia del procés, tan en boca de todos, es un ejemplo como cualquier otro. Nuevo episodio del culebrón Cataluña y pelotazo mediático que mantiene los telediarios ocupados unos días, los aficionados se posicionan con su equipo, los partidos calculan sus declaraciones a ver si esta jornada suman tres puntos y todo el mundo habla sin decir realmente nada. El resto de asuntos, mientras tanto, parecen no importar. Las tácticas políticas vuelven a emborronar la gestión de políticas públicas.
El término polis tiene una interesante bicefalia entre política (politics) y políticas (policy). Política es la lucha por el poder, mientras que las políticas públicas son aquellas medidas que abordan los asuntos de una comunidad, y que en democracia surgen del diálogo y del debate público. En la era del marketing y de lo efímero, la política se ha divorciado de las políticas. La gestión de los asuntos que nos conciernen a todos se ha convertido en un espectáculo de estrategias electorales y asesores marketinianos que poco necesitan saber sobre las políticas que conciernen al país. Enfrascados en luchas por el relato y en el oportunismo ideológico, el politiqueo se ha desvinculado de la gestión de los asuntos públicos.
Estas son mis encuestas
“Estos son mis principios, si no le gustan, tengo otros” decía Groucho Marx, pero podría atribuirse a cualquiera de los líderes, que han pasado del marxismo a la socialdemocracia, de la socialdemocracia al liberalismo, de la derecha al centro y de ser el candidato de las bases a ser el preferido del establishment. “Estas son mis políticas, pero si las encuestas van en contra, tengo otras”. Si la política se desvincula de las políticas públicas, entonces los principios y la ideología no cumplen ninguna función. Más bien son un estorbo.
En este contexto no sorprende que el probable ganador de las elecciones sea Pedro Sánchez, un político sin proyecto político. Un tipo sin ideología cuya falta de talla intelectual salta a la vista. Y no sorprende porque ya no hace falta saber sobre lo que se habla y sobre lo que se decide. Tampoco es importante tener un proyecto de futuro para el país. Lo que importa es saber luchar por el poder, y Pedro Sánchez ha demostrado que ese juego sí lo sabe jugar. De hecho, ha demostrado ser el mejor en la política-espectáculo y en la política-marketing, al menos hasta ahora.