Hace tiempo que pienso que quienes alguna vez asesoramos a políticos en materia de comunicación tenemos parte de culpa de que la política actual esté en este estado de permanente irritación. En su día contribuimos a imponer el trepidante y agotador ritmo que marcaba la llegada de las siguientes elecciones, fuesen cuales fuesen estas. En medio de tanta pasión agónica teníamos cada día consejos para que los mensajes fuesen muy atractivos, de forma que se asegurasen el titular o la foto. Conocíamos y compartíamos profesión con los periodistas que hacían la información política, sabíamos de sus necesidades y urgencias y marcábamos la agenda de nuestros jefes para que las atendieran.
Así fue como, poco a poco, las consignas fueron sustituyendo a las ideas. Los políticos que perdían el tiempo reflexionando eran orillados rápidamente por los que ganaban cuota de pantalla cada día tirando de nuestros manuales. Para esa carrera tampoco necesitaban tener repuestas; les bastaba con manejar bien el argumentario de cada día. Más tarde vimos cómo para los más avezados asesores, de entre los que alguna vez pasamos por tal profesión, las campañas electorales americanas dejaron de ser una ristra de curiosidades para convertirse en libro de instrucciones.
Y como todo lo que no mejora empeora, llegaron las redes, los políticos y sus community managers se lanzaron a ellas y, en nada de tiempo, expulsaron a los periodistas del centro del debate. Su filtro profesional quedó así relegado a un sector cada vez más pequeño de la opinión pública. Leer textos de más de un párrafo se convirtió en rareza y el ritmo de la agenda política se aceleró hasta hacer que 24 horas de vida para cada asunto apareciese como un apacible jardín de calma al lado de las alertas constantes que hoy agotan las baterías de nuestros móviles.
Los medios han pasado de imponer la agenda a seguir con la lengua fuera lo que imponen las redes. Los mensajes ya no se crean para ser leídos sino simplemente reenviados. Y, por supuesto, jamás para ser recordados más allá de unas pocas horas. Expulsados los profesionales de la información que podrían rechistar o repreguntar, ha decaído casi cualquier atisbo de prudencia, contraste y reflexión, sustituidos ahora por el grito incondicional de apoyo a “los míos”, expresado con fiereza casi futbolística.
Los políticos que pierden el tiempo reflexionando son orillados por los que ganan cuota de pantalla a lomos de los ‘community manager’
Si no fuese así, si quedase alguien capaz de recordar algo más allá de 24 horas y de ser escuchado, nadie se atrevería a llamar “Gobierno del Cambio” a uno que se parece como gotas de agua a otros que los mismos llamaron “gobiernos de perdedores” o que un apoyo “Frankenstein” aquí se convierta sin más en “Mayoría para el cambio” allá.
Sin ese olvido activo, “elecciones cuanto antes” no hubiera podido convertirse en sinónimo de “esperar sentados”. Si no se hablase solo para Twitter sería imposible sostener ni un minuto la verdad de que a Sánchez lo auparon los independentistas enemigos de la Constitución a cambio de echar a Rajoy y negar de seguido la idéntica verdad de que a Moreno y a su aliado Marín los sostendrá un partido enemigo de la Constitución, a cambio de echar a Díaz.
Como tampoco se podría sostener que el rechazo de los Presupuestos de Sánchez obliga a la inmediata convocatoria electoral, mientras exactamente el mismo rechazo a los de Urkullu, ya producido, se inscribe dentro de un “microclima político vasco positivo y constructivo” en el que de elecciones nadie habla.
Solo el necesario olvido del último tuit hace posible que lo que antes se llamaban “peores resultados” se trastoquen al momento en “nueva etapa histórica”
Solo el necesario olvido del último tuit hace posible que lo que antes se llamaban “peores resultados” se trastoquen al momento en “nueva etapa histórica” y las antes inaceptables líneas rojas azuleen tan instantáneamente.
Cualquier profesional de la información, de cualquier tendencia, hubiera considerado insultantes estos mensajes en otro tiempo, pero su dependencia informativa de lo que “ya está en la calle” les obliga a hablar como si fuese normal de lo que en tiempos hubiesen considerado una burla.
No es lo más sorprendente que se produzcan estos cambios de discursos de doble y contrario sentido, que siempre los ha habido en la historia de la política y en todos los sitios, sino que la rapidez con que se producen ahora es tan enorme que no es que excite el recuerdo reciente, sino que prácticamente obliga al olvido instantáneo.
El hooliganismo político militante y el destierro a los arrabales de la opinión pública de aquellos profesionales que valoraban y enriquecían la información que se les contaba, es lo que nos mantienen en esta política de alto voltaje y extrema banalidad. Lo que a algunos nos inquieta es pensar que todo pudo empezar con los primeros jefes de prensa, los primeros argumentarios y los primeros estilistas, y que de ahí haya ido viniendo todo lo demás.