Los representantes políticos de la Ciudad Condal, sin distinción ideológica, han demostrado no estar a la altura de Barcelona. En vez de dignificarla, son culpables de empequeñecerla
Enamorarse, por bonito que sea, tiene peajes costosos como es el cegarse ante los defectos de tu amado o amada, lo que te hace más laxo a sus sinrazones injustificables. Uno cree regular sus impulsos, pero a veces el amor se convierte en un peligroso juego de poder, donde uno de los dos puede salir perdiendo.
De esa estructura binaria en la que ambas partes deben acabar entendiéndose para no sufrir, pongamos que no hablo de esa pareja o ex o ese amante que le vino a la cabeza, y pongamos algo más abstracto: por ejemplo, una ciudad. Puede que la vida pase sin encontrar a esa persona con la que compartir nuestras alegrías, proyectos y deseos y, en cambio, sí debamos dar con un lugar en el que instalarse y convendría que fuera amable, ahorrándote disgustos que hagan que una de las dos partes pierda.
Yo soy barcelonesa. Decir que eres de Barcelona, por lo común, insufla aire en tus pulmones. Dicen que ha logrado posicionarse en el mundo a base de tejer una imagen de ciudad moderna, cosmopolita, atractiva para empresas y turistas. ¿Es esa la marca Barcelona? Creo que también es que sea un orgullo vivir en ella. Lejos de un tono fanfarrón, Barcelona, realmente, es para enamorarse de ella. Pero para que la quieran sus ciudadanos no puede quedar reducida a una marca admirada desde la distancia, debe ser una ciudad que mire por la calidad de la vida vecinal. ¿Qué significa eso? Para seguir deslumbrando debe evitar convertirse en un lugar ordinario, plano y, en definitiva, un parque temático y turístico sin alma. Su genuinidad reside en que nunca deje de mirar a los barceloneses. Y todo eso radica en la gestión de sus gobernantes, los encargados de dignificarla.
Desde 2004 no ha habido equipo municipal que haya evitado que el proyecto de tranvía fuera utilizado como chantaje y motivo de reproches entre los partidos políticos
Cuando los barceloneses debemos orientarnos por nuestra ciudad tiramos de coordenadas que son elementos geográficos: montañas, ríos y mar. Cerdà se encargó de homogeneizar gran parte del mapa de Barcelona con la cuadrícula de L’Eixample y ello nos ha facilitado citarnos en la acera del lado Besós en Paseo de Gracia con esquina lado mar, antes que saber qué número exacto es el bar donde has quedado con tu amigo. Son los ríos Llobregat y Besòs por un lado, y el Tibidabo y el mar Mediterráneo por otro lado. Barcelona es una ciudad incrustada entre accidentes geográficos.
Aunque siempre coletea el chascarrillo de que Barcelona no puede crecer más por esa misma razón, lo cierto es que a lo largo de su historia, desde que fuera solo el romano Monte Táber (la actual plaça Sant Jaume), ha ido zampándose municipios colindantes hasta ser una ciudad de 100 km2. Si ahora continuase ese plan de expansión, las ciudades que colonizase deberían valorar si prefieren conservar su identidad o pasar a tener el carnet de barceloneses. De momento, eso no parece ser un plan a corto plazo, pero todos esos municipios que bordean la capital catalana, la llamada corona metropolitana, sí tienen una ineludible relación con Barcelona. Es donde se debe ensanchar ese proyecto competitivo de ser una de las mejores ciudades del mundo. Una de las formas de cohesionar ese territorio vecino con la capital es a través de la movilidad. Y el tranvía podría ser una buena fórmula de unir, por ejemplo, L’Hospitalet con Badalona. Pero en esta ciudad este plan está maldito.
Esta semana se ha sabido que el Gobierno municipal ha vuelto a ser incapaz de consensuar con una mayoría la unión tranviaría de la Diagonal, la avenida que cruza Barcelona y que casaría de este a oeste la ciudad con un solo transporte. Desde que en 2004 se pusieran en marcha el Trambaix y el Trambesòs, no ha habido equipo municipal que consiguiera que este proyecto dejara de ser motivo de chantajes y reproches entre partidos políticos para convertirse en un plan que mejorara su relación con ciudades vecinas. Ya sucedió en 2010, cuando Jordi Hereu (PSC) propuso un referéndum para votar cómo reformar la Diagonal y encajar el tranvía en ella. Fue el pretexto para que el partido de la oposición, CiU, hundiera a un alcalde no electo y así hacerse con la vara de investidura. Lo consiguieron, pero en cuatro años tampoco hicieron un plan alternativo para sacar adelante una necesidad para barceloneses y municipios limítrofes.
Ahora, con Ada Colau, un equipo de gobierno con poco músculo (están en minoría tras la ruptura de pacto con PSC) también ha sido incapaz de que sus rivales políticos no la chantajeen con el tranvía, a un año de finalizar su legislatura. La culpa no es tanto de ella y su equipo, es de que todos los grupos políticos anden borrachos por conquistar “una de las mejores ciudades del mundo” y, sin embargo, hayan olvidado que su máxima no es alcanzar solo el poder, sino el arte de gobernar, es decir, resolver los problemas. Pero sus representantes políticos, sin distinción ideológica, han demostrado no estar a la altura de amar a Barcelona para que ningún barcelonés pierda. En vez de dignificarla, son culpables de empequeñecerla.