Desde que empezó el confinamiento, hace ya cuarenta y cinco días que parecen quinientos, hemos hablado mucho de los balcones. Que si participamos en los armónicos aplausos de las ocho, que si empiezas a conocer mejor a tus vecinos, que si en las ventanas hay demasiados delatores que te vigilan cuando sales a la calle, que si se celebran innumerables caceroladas políticas cuyo sentido desconoces o que si ahora muchos se han cansado de aplaudir porque les puede la tristeza o la indignación. Pero la verdadera prueba del nueve de la interacción en los vecindarios estaba, está y estará en los portales, unos lugares que tampoco volverán a ser los mismos.
Antes de la reclusión los portales eran un lugar de paso donde te solías encontrar con tus vecinos. Si había suerte, te tocaba ese que te caía bien y que, como era un tanto dicharachero, te hablaba de lo divino y de lo humano junto a los buzones o en el ascensor. Otras veces tenías que aguantar a ese que hablaba, fumaba u olía demasiado. La mayoría de las veces tocaba el saludo educado y como mucho un comentario sobre el tiempo con gente anodina de la que no sabías nada ni te interesaba saberlo. Hola, adiós y cada mochuelo a su olivo.
Por pura lógica durante la reclusión los encuentros en los portales casi han desaparecido. La máxima es evitar los roces para guardar la distancia, de manera que hacemos todo lo posible por no cruzarte con los otros. Si te topas a un vecino, te saludas tímidamente con la cabeza y uno deja espacio para que el otro pase. Si te encuentras en el ascensor, no te montas para que la otra persona viaje sola. Apenas llegan cartas que recoger de los buzones. Pero, eso sí, están los carteles como forma de comunicación.
Hemos visto carteles deleznables, pero la mayoría evidencia solidaridad: desde esas parejas de jóvenes que se ofrecen para hacer la compra a los más mayores hasta esas estudiantes que ofertan sus servicios gratuitos como canguros pasando por esos mensajes de ánimo al resto de vecinos
En estas semanas hemos visto algunos carteles deleznables como esos en que unos vecino pedían a otros, a los que identificaban y marcaban como si fueran judíos en el gueto de Varsovia, que se marchasen urgentemente del edificio porque trabajan en un supermercado o en un hospital y, por ello, ponían en peligro a los demás. Pero la mayoría de carteles evidencia solidaridad: desde esas parejas de jóvenes que se ofrecen para hacer la compra a los más mayores hasta esas estudiantes que ofertan sus servicios gratuitos como canguros pasando por esos mensajes de ánimo al resto de vecinos.
Me temo que a partir de ahora la vida en los portales no volverá a ser la misma. Para empezar, es fácil vaticinar que se producirá una huida masiva de las casas con portal, porque dicen los sabihondos del tema que la gente querrá viviendas unifamiliares, con porche y jardín incluidos, para pasar futuras cuarentenas. No obstante, la mayoría se quedará donde está, en su piso con portal incluido, porque no tiene dinero para cumplir esos deseos de huir y porque en las ciudades los edificios son como son y ahora no van a cambiar.
El miedo al bicho puede perpetuar esas vacías relaciones en los zaguanes. ¿Nos tendremos que seguir comunicando mediante carteles? Es bastante probable
Sospecho que el miedo al bicho puede perpetuar esas vacías relaciones en los zaguanes. ¿Nos tendremos que seguir comunicando mediante carteles? Es bastante probable. Siendo egoísta, no me parece mal del todo, porque en estos tres días de liberación he comprobado que a nuestro niño le encanta ver esos carteles y que le lea qué dicen, aunque no entienda ni la mitad. Pero también resulta triste pensar que cuando se apague la moda de los balcones, que se apagará, ni siquiera vuelvan los encuentros en los portales.
Pensé en todo esto porque en esta cuadragésima quinta jornada, que pasará a la historia porque Pedro Sánchez nos anunció el ansiado plan de "desescalada" -¿no había un palabro más feo que ese?-, me topé con un vecino cuando bajé a comprar el pan y tirar la basura. Es un hombre con el que siempre me he saludado amablemente. O no le gustó mi barba recién estrenada o no le agradó el corte de pelo que ha perpetrado mi pareja porque ya parecía un guitarrista de los sesenta o, lo que es más probable, no le hizo ni puñetera gracia que fuese hablando por el móvil. Quizás necesitaba que nos saludáramos y me equivoqué al no hacerle caso. Me extrañó su actitud pero en ese momento no le di más importancia.
Luego, por la tarde, cuando Sánchez nos hablaba en la tele de estas fases de la desescalada que me sonaban marcianas, caí en la cuenta de mi error y me sentí culpable. Y pensé que tanto en las dichosas fases como en la ya célebre "nueva normalidad", que tendrá lógicas restricciones, estará en nuestras manos hacer lo posible para que todos estemos menos solos. En los portales y fuera de ellos.