La libertad, como la vida, sólo la merece quien sabe conquistarla todos los días, decía Goethe, que sabía mucho acerca de pactos fáusticos y de la condición humana. Y es que el pacto contra natura, el pacto con el mal, aunque reporte un provecho inmediato y pasajero, no asegura más que la condena de la servidumbre. Esa libertad física que se ha exigido desde el separatismo no ha sido más que una trampa tras la que ocultar las cadenas para la mayoría. No existe el menor resquicio en esa cárcel en la que tienen encerrados a los catalanes, ni hay más libertad que saberse con el espíritu libre, abierto, sin concesiones a la sinrazón.
Nos reclamamos partidarios de esa libertad, de la mayor de todas, la de no odiar a nadie por no estar de acuerdo con él ni saberse superior en base a haber nacido aquí o allá, hablar una lengua u en otra, no reclamarse deudor más que del genio, de la luz, de la inteligencia, de la belleza y de la cultura. Esas alas poderosas nos permiten elevarnos por encima de las cárceles hechas con ladrillos de mentiras, de escupitajos cargados de veneno, de supremacismo. Los presos creen que sus presidios están hechos con hormigón, barrotes y leyes, pero son, sin saberlo, presos de su minúscula celda intelectual que les encierra en una cosmovisión etnocéntrica de la que no se puede escapar. No es que ellos quieran evadirse de tan sombría reclusión, felices al deambular en ese inmenso laberinto de Minos por el que hace décadas que caminan con la fatalidad del sonámbulo del doctor Caligari. Ahora bien, aunque fuesen conscientes del lastre que supone vivir aherrojado al muro de la intolerancia, serían incapaces de liberarse de tamaña celda.
La libertad física que se ha exigido desde el separatismo no ha sido más que una trampa tras la que ocultar las cadenas para la mayoría
No son como aquel inefable Abate Faria, que sabía elevarse más allá del siniestro castillo de If para alcanzar las cumbres de la sabiduría que llevaba en su interior. Los que vivimos en el exilio interior que supone discrepar en Cataluña de la religión separatista hacemos lo propio, y procuramos saltar todos los vallados, alambradas y fosos, burlando a los guardianes merced a la diosa Razón, que siempre nos ha de llevar más allá de los mezquinos límites de quienes quisieran que viviésemos entre cuatro paredes ideológicas. Los presos por el 1-O pueden salir un día, dos, tres, pueden ser indultados mañana, sí, pero su condena es terrible: seguirán reos del constructo hecho por ellos del que nadie puede zafarse, ya que está pensado para que quien caiga en él se quede para siempre.
Reclamamos la libertad de espíritu igual que hacía el Marqués de Posa ante el rey Felipe cuando osaba exigirle al monarca que le concediese la libertad de pensamiento. Nos queremos exentos de peajes intelectuales, de adulaciones al chamán de la tribu, de asesinar a nuestra propia conciencia para sustituirla por la consigna bastarda y burda.
Junqueras puede salir de Lledoners pero jamás será libre. Confundió los términos sin saber que cuando se pacta con Mefistófeles pierdes el libre albedrío, esa chispa divina que Dios concedió al ser humano para que obrase con consecuencias. He aquí el pago del que se siente gozosamente libre en su interior, conocer el alcance de lo que hace aceptándolo con el corazón alegre y la mirada limpia.
Esa libertad jamás podrán experimentarla quienes han decidido vivir encadenados a la tremenda losa de la intolerancia, que da una falsa sensación de seguridad a quienes no pueden alejarse de ella más allá de lo que miden los eslabones de sus cadenas forjadas con prejuicios, que los atan inmisericordemente. Nosotros, en cambio, seguimos la senda de Virgilio intentando conservarnos para tiempos más felices puesto que, aún sabiéndonos mortales, no nos contentamos con las cosas de este mundo. Aristóteles dixit. Salgan, pues, por la ley torticera de los hombres interpretada a gusto de quienes mandan. No por eso serán libres. Al menos, no más que quienes vivimos presos de sus consecuencias. Infinitamente menos, nos atrevemos a decir.
Y es que, examinadas a la luz del espíritu, las cosas de la política siempre han de ser forzosamente mezquinas.