Benjamin Franklin afirmó que la honestidad es la mejor política. Un principio básico que debería ser la piedra angular de todas las decisiones de política económica y de la que adolecen las líneas del proyecto de Presupuestos Generales del Estado (PGE) recientemente anunciados por el Gobierno. En su lugar, se ha optado por la polarización y, como viene siendo habitual, el cálculo electoral.
Los PGE, como principal instrumento de la política económica española, deberían incluir las reformas que nuestro país necesita con un doble objetivo: reducir el elevado nivel de deuda pública (98,2% del PIB) y resolver los problemas socioeconómicos que persisten, como son la elevada tasa de desempleo y sus consecuencias sobre la cohesión social. Todo ello con visión de largo plazo para garantizar la estabilidad presupuestaria a lo largo del ciclo económico y adaptar a España al mundo que viene.
Nuestro país necesita una mejor educación, más empresas y de mayor tamaño medio, y un menor peso de la economía sumergida. Actualmente, las economías avanzadas que logran generar un crecimiento más sostenible e inclusivo lo consiguen apostando por la formación del talento, la eficiencia en el gasto público, la innovación y la competitividad. Sin embargo, el Gobierno de Sánchez ha decidido seguir la senda contraria.
El proyecto de PGE fomenta la precariedad del mercado laboral y la economía sumergida, que en nuestro país resta a la recaudación 25.000 millones-año
El proyecto de PGE no ha tenido en cuenta la creciente incertidumbre del escenario macroeconómico a nivel global con una proyección de crecimiento a la baja debido a la normalización de la política monetaria, el impacto negativo sobre el comercio mundial de la guerra comercial o la subida del precio de petróleo, entre otros factores, ni que la economía española ha iniciado una fase de desaceleración con una menor creación de empleo y contribución del sector exterior al crecimiento. Al igual que no plasma que ha llegado el momento de preparar el futuro de los ciudadanos y las empresas ante la transformación digital, el envejecimiento de la población y la pérdida de peso económico de la Unión Europa en contraste con las economías emergentes, que ya representan el 60% del PIB mundial.
Desde el punto de vista de los ingresos, además de sobreestimarlos, las nuevas medidas impositivas anunciadas elevan la presión fiscal, reducen la capacidad de inversión, generación de empleo y consumo de las familias, los autónomos y las empresas, especialmente las de menor tamaño. Al mismo tiempo fomentan la precariedad del mercado laboral y la economía sumergida, que en nuestro país resta a la recaudación tributaria en torno a 25.000 millones de euros al año.
Paralelamente, el incremento del techo de gasto anunciado de 5.230 millones de euros no contribuye a reducir el déficit estructural y no tiene en cuenta, ante la previsible subida de tipos de interés de la eurozona a mediados de 2019, el mayor coste que tendrá que afrontar España por el servicio de la deuda. De esta forma, la no consecución de un superávit primario, la ausencia de medidas de eficiencia de gasto y la escasa ambición para disminuir el peso de la deuda reducen el margen de maniobra de la política fiscal española ante una futura recesión económica. De ahí, la falta de honestidad con los ciudadanos al no garantizar la sostenibilidad del Estado de Bienestar y un correcto equilibrio intergeneracional.