No es virtud que esté de moda. Se de solidaridad y nada de lealtad, de progresismo pero no de servicio. Mencionar el honor autoproclamarte fascista. Pero resulta imprescindible en quienes nos gobiernan.
A nada nos llevaría una conversación acerca del honor con los políticos de ahora. Los más, por creerlo un concepto ligado al himen, a la coyunda y al Alcalde de Zalamea; los menos, por pensar que existen sustitutivos en este mundo que se las de moderno y audaz, siendo así que es antiguo y cobarde. Los políticos poseen los mismos vicios, depravaciones e ignorancias que siempre, con el agravante que han suprimido aquellos frenos que tenían sus predecesores. Patriotismo, sentido del estado, del ridículo, vergüenza de ser inculto y, el más importante, sentido del honor. Nadie hace nada por miedo a perjudicar su sitial impúdico, no moviéndose la vida pública un palmo, porque vive paralizada por la garduña peor de todas, la del pensamiento único que en nuestra tierra consiste precisamente en no pensar en nada.
Nadie ataca el fondo de los problemas porque nadie osa dar el primer paso. Deberían leer a Cicerón y aplicarse su consejo acerca de que el hombre honorable es quien hace el bien cuando sabe que nadie lo ha de hacer. ¿Qué honor, arrojo o gallardía puede exigirse a quien pasó de sirviente a sátrapa? ¿Cómo demandar moral si es la misma sociedad la primera que defiende con la voz aguardentosa del sabio de taberna que también robaría si pudiese y colocaría a toda su familia y viviría como un millonario pagando su mantenencia el erario público? La terrible estupidez de Carmen Calvo acerca de que el dinero público no es de nadie tiene un lado mucho más perverso que el de la ignorancia que manifiesta. No siendo de nadie, quien primero llega bien puede apoderarse del mismo y emplearlo a su gusto y mejor conveniencia.
No hay honor en Sánchez ni en Ábalos, como no lo hay en Torra ni en Puigdemont. Es lógico, puesto que lo que defienden es el engaño perpetuo, la mixtificación fabricada a golpe de encuesta, de tezanadas toscas y grotescas. Si es el vulgo quien ha de pagar la comedia, escríbase en lenguaje de mozo de posada, decían los clásicos. Pero, a pesar de que seamos el vulgo quienes paguemos la farsa, la obligación de cualquier responsable honorable sería elevar el nivel, enriquecer el debate, ser mejor que quienes lo eligieron. En cambio, se encharcan en el lodazal de sus partidarios cayendo en la grosería más terriblemente plebeya, intelectualmente hablando, superando el rudimentario arco argumental de sus partidarios.
Y esto no tiene remedio. Media España está en contra de la otra media, como Cataluña. Hemos vuelto a aquel peligrosísimo punto en el que se resta valor a palabras que nos han brindado nuestros mejores momentos en la historia. Ni voluntad de servicio, ni fidelidad a la nación, ni sacrificio, ni deber ni honor. Sustituidas por conceptos hueros a los que se les puede dar la interpretación que más interese a quien los lanza a la cara del adversario, han arrojado al rincón de lo carcomido a todo un glosario admirable. Insistimos en la mendacidad. ¿La sororidad hay que aplicarla cuando mujeres en tetas asaltan una capilla, pero abstenerse cuando se explota sexualmente a niñas que están bajo la tutela de la administración? ¿Es antixenófobo defender dar papeles a todos los que vengan de fuera, pero racista publicar que una banda de menas ha violado a una muchacha? ¿En favor del okupa, porque nos disgusta la propiedad privada, si es admisible? ¿Defender la propiedad de un modesto piso adquirido tras toda una vida de esfuerzo es reaccionario? ¿Enseñar un sesenta y nueve a niños que aún no tienen diez años está bien, pero dar clase de religión está mal?
¿Enseñar un sesenta y nueve a niños que aún no tienen diez años está bien, pero dar clase de religión está mal?
Si cundiese el ejemplo de aquel magnífico caballero llamado Fritz-Karl Vatel, del que tenemos noticia por las crónicas de Madame de Sevigné, que se suicidó arrojándose sobre su propia espada al creer, equivocadamente, que no había cumplido con su deber para con su rey Luis XIV por estar mal servidas algunas mesas en un banquete y pensar que se había quedado corto en las vituallas, y que pronunció la célebre frase “ Señor, no sobreviviré a este escándalo. Tengo honor y reputación que perder”, yo no digo que España sería un lugar mejor, pero si más respirable. Claro que lo de servir a tu rey tampoco es que se cotice demasiado en estos días que no presagian nada bueno.
Siempre nos queda el consuelo de seguir a Corneille, que dijo “Puedo ser obligado a vivir sin felicidad, pero nunca sin honor”. Como hizo Vatel.