“El cambio es que España funcione”. La frase la pronunció Felipe González en Televisión Española durante la campaña electoral de octubre del 82. Poco después las urnas respaldaban al PSOE con 202 diputados y 134 senadores, la victoria más contundente en democracia. En los años sucesivos, la combinación de un Gobierno inexperto pero entusiasta, un partido que conservaba el vigor que le condujo a tan rotundo éxito, y un sindicato, la UGT, que ejercía el papel de guardián de las esencias, propició, a pesar de sucesivas crisis que amortiguaron los efectos de algunas reformas consideradas imprescindibles, un extenso período de estabilidad política e institucional.Dos legislaturas más tarde (1990), el entonces corresponsal de Le Monde en España, Thierry Maliniak, publicó en Éditions du Centurion un libro titulado Les espagnols, de la Movida à l’Europe. Un texto escrito desde la observación neutral, pero en el que se detecta un inconfundible rastro de respeto y admiración: “En el plano internacional, España, durante mucho tiempo excluida de la comunidad de naciones, juega hoy un papel protagonista”, señala Maliniak. Y prosigue. “Acaba de presidir, en 1989, por primera vez, la Comunidad Europea. Su gobierno se ha situado a la vanguardia de la defensa europea. Felipe González debate con el presidente Bush los problemas de América Central, o recibe en Madrid a los dignatarios latinoamericanos que le piden que transmita a los Doce su preocupación por el problema de la deuda”.
Con Sánchez la única receta posible es la pelea. Democrática, a campo abierto, pero pelea. De nada van a servir esas buenas intenciones que pasan por movilizar a esa abstracción llamada ‘sociedad civil’
En un lapso de tiempo relativamente breve, España había alcanzado niveles de prestigio desconocidos, confirmados tras la celebración de la Conferencia de Madrid entre palestinos e israelíes en 1991 y el éxito de los Juegos Olímpicos y la Expo de Sevilla en 1992. Y ello a pesar de arrastrar problemas de envergadura, el más dramático de los cuales fue la persistencia de un terrorismo atroz que consumió enormes recursos, ralentizó el desarrollo del país y, en más de una ocasión, puso en peligro la propia democracia. Esa fue la gran aportación de Otegi y sus amigos a la consolidación de nuestras libertades. Pero a pesar de aquella ETA a la que hoy algunos se empeñan en blanquear, el país mantuvo un rumbo de progreso sostenido. El declive se inicia tiempo después, y se evidencia con toda crudeza en la segunda etapa de Rodríguez Zapatero, cuyos errores en política exterior y la imprevisión demostrada ante la crisis financiera provocaron una notable mengua del peso internacional de nuestro país.Es también Zapatero quien en mayor medida contribuye al definitivo desmontaje de los históricos contrapesos del partido, hurtando a los órganos internos el debate de los grandes temas políticos, como el del estatuto catalán, y transfiriendo importantes cuotas de la influencia que conservaba el PSOE como organización a un sanedrín externo que aún hoy sigue utilizando para sus fines privados al expresidente (aunque no exista constancia de que él se haya enterado). Utilidad, por cierto, de la que también se aprovecha Pedro Sánchez, para quien ZP ha pasado de ser un insoportable estorbo, en el origen de sus relaciones, a convertirse en protonotario de la nueva política de alianzas del conducator socialista y maestresala predilecto del antifelipismo: “No hay que hacer caso a Felipe. Cada tiempo tiene su afán”, ha dicho el leonés. Enternecedor. El tiempo, claro está, de Junqueras, Otegi, Puigdemont…
La coartada de los presupuestos
Pero si fue la abulia de Zapatero la que más contribuyó a la degradación del PSOE, es Sánchez el que parece decididamente dispuesto a rematar la faena, compartiendo el futuro del partido con unos advenedizos que, en el insaciable afán de poder que les distingue, están vaciando de significado unas siglas que pierden a ojos vista la consideración de garantes de la cohesión social y de la solidaridad interterritorial, transformándolas en el más efectivo caballo de Troya de los enemigos de la Constitución y la igualdad entre españoles. Ni siquiera la necesidad de que sean aprobadas unas cuentas públicas de emergencia puede justificar la triple afrenta a la que nos han sometido estos estrategas de la catástrofe. Y es que no sé qué es más humillante, si la batería de cesiones ajenas a los Presupuestos hechas al independentismo, el exhibicionismo conjunto de Bildu y ERC como socios privilegiados de una política que desmonta el Estado, o el doloroso silencio de quienes tienen el deber legal de evitarlo.Aquí y en otros lugares se ha dicho que no hay que descartar un cambio de rumbo tras la aprobación de los Presupuestos. Que Pedro Sánchez es consciente de que antes o después deberá prescindir de ciertas compañías si quiere ganar las futuras elecciones. Puede que sí o puede que no, pero ya no es esa la cuestión. La cuestión es que la única garantía de que esa rectificación se produzca pasa por la rebeldía; por no asumir en silencio el irreversible declive de un partido hasta ahora imprescindible; por no dar por buenas las expectativas generadas por quienes usan las medias verdades y la cruda mentira como eficaces anestésicos. La cuestión es que con Sánchez la única receta posible es la pelea. Democrática, a campo abierto, pero pelea. De nada van a servir esas buenas intenciones sobre las que algunos teorizan y que pasan por movilizar a esa abstracción llamada “sociedad civil”. Al Sánchez que maneja como nadie los medios no le van a quitar el sueño cuatro manifiestos.
Adopte la forma de partido político o de agrupación de electores, la iniciativa debiera estar llamada a ocupar ese extenso espacio de orfandad al que en estos días atrás se ha referido Felipe González
Son muchos los militantes socialistas que sufren en silencio, que se debaten entre un sincero sentimiento de fidelidad y la convicción de que este de ahora tiene poco que ver con el que fue su partido. No me refiero solo a los “viejos”, sino también a tipos con hijos en edad escolar que llevan incorporado en su ADN el gen de la decencia de una izquierda solidaria que no traiciona el principio de igualdad para mantenerse en el poder, que no convierte la lengua común en moneda de cambio, que no cede ante la manipulación interesada de la historia y pone pie en pared frente a los que exigen el reconocimiento de un inexistente derecho de autodeterminación. Me refiero a esos jóvenes que asisten con los ojos como platos al nada disimulado ejercicio de nepotismo que se practica desde determinadas instancias del poder. Hablo de todo aquel al que no le gusta lo que ve, y de esa gente que ha llegado a la conclusión, pero no se atreve a exteriorizarla, de que la única iniciativa útil para el país pasa por la puesta en marcha de una nueva oferta política de centro-izquierda.Una oferta que podría nutrirse de una considerable porción de los más de tres millones de votos que PSOE y Ciudadanos se dejaron en el trayecto que va de abril a noviembre de 2019. Una oferta, por cierto, para la que por distintas razones ya no sirve como plataforma el partido de Inés Arrimadas, pero en la que podrían convivir algunos de los que compartieron proyecto original con Albert Rivera, independientes de prestigio y cuadros socialistas condenados hoy al ostracismo para hacer hueco al clan de Pablo Iglesias. Una oferta que puede adoptar la forma de partido político o de agrupación de electores y que estaría llamada a ocupar ese extenso espacio de orfandad al que en estos días se ha referido Felipe González. Solo una iniciativa así podría revertir lo que hoy nos parece peligrosamente irreversible.Cada vez que escucho a antiguos dirigentes -Edu Madina, por ejemplo- referirse al PSOE como “mi partido”, desde su zona de confort, no puedo evitar una sensación mitad fatiga mitad desencanto ante la falta de reacción de quienes tienen la responsabilidad moral de dar un paso al frente. Porque, casi cuarenta años después, el objetivo ya no es que España funcione, sino que España siga en pie.