Opinión

Los puentes

El odio, como la envidia, la risa, el llanto o el miedo, forman parte de la naturaleza humana. Son espontáneos. El perdón y la reconciliación no lo son

A veces, muy pocas veces ya, uno se mira en el espejo para observar la cara de pasmo que se le queda después de ver algo que le ha puesto, literalmente, de punta el vello de los brazos. Eso me ocurrió en la noche del jueves pasado. La televisión (en este caso Movistar) emitió un documental que se titula Zubiak (en lengua vasca, “puentes”) y que lleva un título alternativo o complementario: “ETA, el final del silencio”. Lo firman el periodista Jon Sistiaga y el director de cine Alfonso Cortés Cavanillas, que será familia, me imagino, de aquel famoso periodista de Abc que hacía un cameo en la película Vacaciones en Roma, junto a Audrey Hepburn.

El documental, que técnicamente es un prodigio, narra lo que les queda de la vida a los amigos y familiares del político socialista Juan Mari Jáuregui, asesinado por ETA el 29 de julio de 2000. Había quedado con un amigo en la cafetería del frontón Beotibar, en Tolosa, que estaba llena de gente, cuando dos tipos se le acercaron por la espalda y le dispararon en la nuca. Luego se fueron tranquilamente.

En la película, que dura casi dos horas, sale mucha gente, hay muchos testimonios y no pocas lágrimas: compañeros de partido, periodistas como Gorka Landaburu, la hija del asesinado, Jesús Eguiguren, bastantes más. Entre todos construyen una imagen muy completa de quién era Jáuregui: un vasco de los pies a la cabeza que llegó a militar en ETA cuando era un chaval, a principios de los 70; que estuvo en las cárceles de Franco y que acabó en el PSE-PSOE. Fue incluso gobernador civil de Guipúzcoa (1994-1996), un puesto que entonces era de altísimo riesgo personal.

La zona de confort de un terrorista

Pero los auténticos protagonistas del documental, que en realidad es el primero de una serie, son dos personas más: Maixabel Lasa, la viuda de Jáuregui, y el etarra Ibon Etxezarreta, uno de los miembros del comando que lo mató. Los dos se sientan a comer en un lugar desangelado: el restaurante de una sociedad gastronómica cuyo nombre no recuerdo. Está en Legorreta, el pueblo de Jáuregui, en Guipúzcoa. Están solos y el lugar es enorme, gris, completamente vacío. Maixabel ha hecho una ensalada y una cosa con pimientos; Ibon ha llevado el vino y el pan, que ha cocido él: se ha hecho panadero en prisión. Ella mueve mucho las manos y come más que él. Y se ponen a hablar con cordialidad. Y sin tapujos, ni tabús, ni sobreentendidos.

Los psicólogos suelen hablar de la “zona de confort” que tenemos todos. Es una colección de rutinas en la que tendemos a refugiarnos porque sabemos (o al menos lo creemos) que nada malo puede pasarnos ahí. Sabemos lo que hay, controlamos lo que sucede, nos sentimos seguros y acogidos; no hay en esa zona miedo ni ansiedad.

Maixabel e Ibon, en esa comida, salen de sus respectivas zonas de confort con una valentía extraordinaria. Porque ser preso de ETA “del montón”, es decir, de los que se mantienen en sus trece a pesar de la derrota total, indiferentes al dolor causado y desde luego indiferentes a la realidad, resulta en cierto modo cómodo: estás ahí atrás, en el fondo del grupo, arropado por los tuyos, y no tendrás problemas cuando vayas por la calle. Y ser víctima de ETA de las también irreductibles, de las que desean todos los días la destrucción absoluta de los asesinos (de todos), de las que viven acantonadas en la inmensidad de su dolor y en la pervivencia de su odio, es también, aunque esto pueda parecer inaudito, la fortificación personal en una zona de confort: también estás arropado por los tuyos, también te sientes seguro de ti mismo ahí. Esas dos zonas de confort impiden muchas cosas, pero sobre todo una: tender puentes para reconstruir la vida. La de todos, la vida en común.

Ibon no disparó a Jáuregui: fue el que se quedó fuera del bar con el coche en marcha. Pero Maixabel ha hablado también con Luis Carrasco, el que le voló la cabeza a su marido

En el almuerzo de Ibon y Maixabel no hay tensión, no hay agresividad ni tampoco miedo. Hablan claro: “Cuando mataron a mi marido… bueno, cuando matasteis a mi marido”, dice Maixabel, y el otro asiente. El etarra no tenía ni la más remota idea de quién era el tipo al que iban a asesinar, no lo conocía de nada. No pide perdón a la viuda; no porque no quiera, sino porque considera que lo que hizo es imperdonable. Ella no le dice si le perdona o no. Pero le explica que quiere darle una segunda oportunidad para recuperar su vida, o al menos para volver a mirarse al espejo sin sentir náuseas. Él se ha adscrito a la llamada “vía Nanclares”, que busca no ya la reconciliación, sino al menos el reconocimiento y la comprensión, mediante el diálogo, entre los asesinos y las víctimas. Ella le dice que le considera un valiente por dar ese paso. Él baja la cabeza y, entre halagado y avergonzado, asegura que no se siente como tal de ninguna manera. Está nervioso. Sale un rato a fumar y luego vuelve.

Ibon no disparó a Jáuregui: fue el que se quedó fuera del bar con el coche en marcha. Pero Maixabel ha hablado también con Luis Carrasco, el que le voló la cabeza a su marido. Se lo pidió él. Y, en otra entrevista, dice: “Yo estaba tranquila, pero él no. Tenía la autoestima por los suelos. Carrasco me pidió perdón. Es que muchos necesitan hablar y disculparse. ¿Y por qué no puedo tomar un café con alguien que me pide perdón?”.

El odio recalentado

Ibon y Maixabel están de acuerdo en una cosa: con odio no se puede vivir. No sé si eso es verdad. Hay mucha gente, demasiada, que convierte el odio en una parte más de su torrente sanguíneo. Es como una droga: inmediatamente causa una fuerte descarga de adrenalina, tan potente (sobre todo si es un odio compartido con otros en una zona de confort colectiva) que uno no aprecia el enorme agotamiento físico, la destrucción moral que el odio produce en la mente de quien lo experimenta, la metamorfosis de su personalidad. Un odio largo y recalentado destruye a las personas, las convierte en espantajos de sí mismos, en espectros, en máscaras deformadas de lo que habrían podido ser. El odio inocula el virus del fanatismo e impide pensar.

Pero es verdad que hay gente que prefiere, que elige vivir así. Pasó en la segunda República, pasó en el franquismo, pasó en el País Vasco y está pasando ahora en Cataluña. Una epidemia de odio colectivo, de dos odios grupales enfrentados, es mil veces peor que la peste. Porque la peste dura unos cuantos años y luego se extingue, pero ese odio tribal se retroalimenta y dura generaciones enteras. De ahí el inmenso valor de Maixabel e Ibon en su determinación de superar esa enfermedad. Y por fortuna no son los únicos.

El odio, como la envidia, la risa, el llanto o el miedo, forman parte de la naturaleza humana. Es espontáneo. El perdón y la reconciliación no lo son: necesitan de un proceso reflexivo que suele ser largo, que casi siempre es áspero (hay que admitir los propios errores) y que muchas veces fracasa. Pero son lo que nos hace humanos. Son lo que nos hace mejores.

Si pueden, vean ustedes el documental Zubiak. Les gustará o no, eso ya es cosa de cada uno. Pero sin la menor duda les hará pensar. Y pensar, sobre todo, en “el otro”. Falta nos hace a todos.

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