Quizá porque, un buen día, la prensa decidió conceder “inviolabilidad” a la Corona y callar sobre las desventuras borbónicas haya quienes todavía se sorprendan de que en Zarzuela también haya trifulcas por los cariños, las herencias y el mando a distancia. El sepulcral silencio que durante años se extendió alrededor de la monarquía ha provocado un efecto secundario nada beneficioso para la Institución, que provoca que las noticias negativas sobre sus miembros se magnifiquen hasta el extremo. Por eso hay quienes se encuentran más indignados por el encontronazo de las reinas a la salida de misa que por las noticias que reciben sobre las hazañas académicas de Cristina Cifuentes y sobre la liberación de Carles Puigdemont.
Los británicos nos llevan años de ventaja en este sentido. Mientras en la más tierna infancia de la Democracia la prensa patria ilustraba sobre la destreza en la monta de equinos de Elena de Borbón, sobre los modelitos que diseñaba Pertegaz para la señora de la casa y sobre las vacaciones familiares en Marivent, los tabloides ingleses exhibían -en su portada- al amante de Sarah Ferguson chupándole un pie, las aventuras de la princesa Margarita o las etílicas fiestas del hijo menor de Carlos, con la esvástica colgada del brazo. Parece mentira que haya tanta inocencia en la España en la que se encasquetó a Isabel II a Francisco de Asís -o viceversa-, en la que reinó un hombre -Felipe V- que enloqueció hasta creerse una rana y en la que tantas historias se ocultan entre el follaje de los Jardines Sabatini. Pero así ha ocurrido con la monarquía desde la Transición. Y de aquellos barros estos lodos.
No mucho antes de que Juan Carlos I abdicara, Canal Plus Francia emitió un polémico documental ('Le crépuscule d'un roi') en el que se mostraban las imágenes de un concurso infantil sobre la figura del Rey Emérito. La entrega de premios se desarrolló en el Monasterio de Prado vallisoletano, donde se imprimieron las bulas que se concedieron hace siglos a los cruzados. Curiosa anécdota para ilustrar este ejemplo. El caso es que el reportaje mostraba un dibujo de Juan Carlos I con el brazo estirado, el puño en alto y vestido de Superman. Su autor, afirmaba: "Yo le represento como un superhéroe que salva a España de la crisis, acaba con el paro y recauda más dinero para los colegios".
Al lado, una muchacha decía que su profesor de Historia le había contado que el Emérito era “humilde, muy próximo al pueblo” y de gran ayuda para los ciudadanos. La cámara enfocaba unos segundos antes un mapa de la Península Ibérica en la que el Borbón aparecía ataviado con los trajes regionales de cada comunidad autónoma. Con barretina, ’txapela’ y traje de cordobés. Mientras tanto, la inmensa mayoría de la prensa seguía hablando de los modelitos de Pertegaz y de los veranos en el Bribón.
Escándalos mal gestionados
El problema es que el tiempo pasa, las burbujas explotan y la verdad termina tarde o temprano cayendo como una enorme losa sobre el país, que en buena parte -aunque resulte difícil de creer- había interiorizado el mantra de que la monarquía española era idílica y moderna. Entonces, Elena dice que se separa, El Mundo publica que el Emérito utiliza sus viajes al extranjero para algo más que para representar a España, el nieto se pega un tiro en el pie y, sobre todo, el cuñado deriva en corrupto y acaba condenado por malversación, fraude, tráfico de influencias y prevaricación. Todo, mientras los españoles sufrían la dura crisis económica.
La respuesta de los responsables de comunicación de la Casa Real fue tibia. O el silencio o escasas explicaciones. El “cese temporal de la convivencia” o el “lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir”. ¿No era ésta una Institución cercana al pueblo?
Con el desencuentro entre Doña Letizia y Doña Sofía han demostrado estar igual de lejos de la realidad. Fuentes de Zarzuela decían este viernes a 'El País' que el incidente “se ha magnificado” y que no tuvo mayor importancia, puesto que todos comieron juntos y en armonía tras la eucaristía. Obvian que estas palabras resultan difíciles de creer. También obvian la impresión que ha generado entre los ciudadanos el hecho de que la reina oficial y la reina oficiosa hayan escenificado sus diferencias en público. O que la abuela saliera malparada por un manotazo de su nieta y un inoportuno cruce de su nuera. Estas cosas pasan en todas las familias y a quien más quien menos le causan escozor. Ahora bien, en este caso todo tiene que ver con una Institución que tradicionalmente ha estado rodeada de un gran hermetismo, a todas luces, exagerado. Eso ha generado curiosidad, expectación y conspiraciones que se han visto alimentados de los sucesos que acaecieron a la puerta de la Catedral de Palma.
En España, se ha situado a la Familia Real durante las últimas décadas en una dimensión superior, entre lo sutil y lo vaporoso.
Todo esto se produce porque en España se ha situado a la Familia Real en una dimensión superior, entre lo sutil y lo vaporoso, de ahí que estas imágenes hayan resultado tan explosivas. La prensa ha hablado durante años de sus vestidos de diseño, de sus vacaciones en Baqueira y de las distinguidas recepciones en Palacio, pero no de sus roces y problemas mundanos. Y también los tienen. Lo que aquí ocurre lo dejó muy claro Pedro Sánchez el otro día, cuando dijo que quiere mucho a su suegro, pero que en todas las casas cuecen habas y a veces es “compleja” la relación con las familias políticas. Vaya, que en muchos casos hacen sangrar la úlcera de estómago.
La cuestión es que, cuando los medios de un país se acostumbran a ensalzar las virtudes de algo durante años, es normal que sus defectos sean visto como algo extraordinario e imprevisto. Pablo abrió los ojos y descubrió que Marianela no era tan bella como parecía. Pablo se desilusionó porque, desde la oscuridad, la había idealizado. Pablo propició un final dramático. ¿Quién iba a decir que esas estilizadas damas, llamadas Letizia y Sofía, podían tener bronca?
Celos institucionales
También hay que reconocer que dimensionar la figura del rey resulta complejo en el escenario político actual, en el que cada movimiento es observado con suspicacias y censurado por cualquiera de las voces del arco parlamentario. Sirva como ejemplo lo que ocurrió con el documental ‘Juan Carlos I, rey de España’, co-producido por las televisiones públicas española y francesa en 2013 y dirigido por Miguel Courtois. La obra incluye una larga entrevista con el monarca Emérito y relata su vida con un tono correcto, nunca destructivo. Es decir, resultaba perfecta para lavar su imagen tras los escándalos que salpicaron la última parte de su reinado. Pues bien, el actual presidente de Radiotelevisión Española, José Antonio Sánchez, la guardó en un cajón y nunca la emitió, dado que el PP consideraba que su opinión no estaba lo suficientemente representada en el filme.
En un momento de transición en la Corona, esta imagen no ayuda. Tampoco lo hace el hecho de que, entre finales de 2015 y mediados de 2016 –en el período de ‘desgobierno’- a Felipe VI sólo se le viera en el exterior en Portugal y Puerto Rico -según la web de Zarzuela-, como si existiera el temor de que el jefe de Estado arrebatara protagonismo a algún gobernante.
Por supuesto, tampoco ayuda la instrumentalización de la Institución. Está claro que la Corona, como “símbolo de la unidad y permanencia” de España –según la Constitución-, debe posicionarse en contra de cualquier algarada de los independentistas. Pero también es cierto que el papel que se le ha asignado, en la práctica, es meramente representativo. Por eso el Rey no puede servir de muleta al Ejecutivo y a los partidos y, cuando conviene, enseñarla y, cuando no, ocultarla. De eso dio la impresión el pasado 3 de octubre, pocas horas después del referéndum soberanista, cuando Felipe VI pronunció un discurso que debería haber salido de la boca de Mariano Rajoy, tan acostumbrado a parapetarse tras otras personas en los momentos difíciles.
Protocolo a extinguir
Desde luego, no contribuye a lavar la imagen de la Casa Real la actitud de alguno de sus miembros, ni la absurda y atávica sumisión de una parte de la prensa, ni mucho menos los silencios habituales de quienes se encargan de modelar la imagen que se traslada de esta familia a la sociedad.
En el citado documental de Canal Plus Francia sobre la monarquía española, aparecen guardaespaldas tratando con una despótica actitud a la prensa y amenazando a quien vulnera el absurdo protocolo. En el otro lado de la barrera, se observa a un fotógrafo eligiendo una imagen, entre varias decenas, por la mirada de complicidad entre los reyes. Entiéndase que porque así lo quieren sus jefes. Hace unas horas –según publicaba 'El Español'-, desde Zarzuela hubo una reprimenda a RTVE por no haber censurado las imágenes de la refriega entre las reinas. Desde luego, esa actitud no ayuda a desterrar la idea de que es una institución que peca de la soberbia de otro tiempo. La de vestidos, joyas, francachelas palaciegas y distancia mesiánica con los súbditos.
La vida ha cambiado, los mensajes circulan a toda velocidad y ese tipo de actitudes extemporáneas dejan claro que la institución monárquica está cada vez más alejada del mundo real y más vacía de contenido. La cosa no debería centrarse tanto en la torpeza de Letizia -siempre incómoda en su papel-, como en la repercusión que ha ocasionado y en el motivo de ese efecto rebote. Alguien está haciendo algo muy mal.