El caso Cifuentes no tiene desperdicio. Desde el mismo momento en que saltaron las alarmas sobre uno de sus dos másters (quedamos pendientes del otro), la gran duda era saber quién movía la mano que mece la cuna. Desde el entorno de la derecha se difundió rápidamente que todo obedecía a la guerra de camarillas de la Universidad Rey Juan Carlos, y que la presidenta de la Comunidad de Madrid era un daño colateral, pero que el objetivo era el equipo del rector. Vamos, que se estaban matando moscas a cañonazos. No me lo acabo de creer, aunque admito que hay gente capaz de poner en peligro la reputación de una universidad pública y laminar la carrera de una líder emergente con tal de hacerle un arañazo a su oponente académico. Se me hace cuesta arriba, pero cosas más raras se han visto.
Ahora bien, la segunda cesta parece tener más mimbres. La del fuego amigo, sí. Esa según la cual el futuro político de Cristina Cifuentes empezaba a ser un peligro. ¿Para quién? Para muchos. La presidenta madrileña podría haberse abierto camino hacia el puesto de Mariano Rajoy. Cumplía con prácticamente todos los requisitos, excepto uno muy relevante: en política, con el pasado se pacta, no se le pasa a cuchillo para ganar altura y erigir tu trono sobre cadáveres.
Por si hay alguien que no lo entiende, pongamos algún ejemplo. Desde que llegó Rajoy a la presidencia del partido, el PP camina con una mochila llena de acusaciones de corrupción sin torcer el gesto, como si no fuera con ellos. Incluso han hecho las paces con Bárcenas. ¿Alguien vio a Rajoy-Cospedal desnudar las miserias del partido para parecer más honrados? De repente, en plena crisis económica mundial, ellos se subieron el sueldo una barbaridad. Vamos, como si fuera una forma de compensar un vacío económico. Pero en silencio, sin fusilar al amanecer.
Ha sido la propia presidenta la que, poco a poco, se ha diseñado el traje de madera, primero con explicaciones atropelladas, después admitiendo irregularidades y, finalmente, denunciando al mensajero
En Madrid, llegó Cifuentes y en su estrategia por aparentar que el PP regional que preside aguanta la prueba del algodón, no se ha ocupado de blindar el pasado, algo en lo que confiaban sus predecesores, sino que ha aparecido como la principal acusadora, y si no que se lo digan a Ignacio González y a Francisco Granados, ellos tan habituados, al menos de cara a la galería, a aquello de entre bomberos no nos pisamos la manguera y resulta que han acabado en la pira.
Personalmente prefiero el sistema de Cifuentes: el que la haya hecho que la pague. Pero parece que para un partido con un número de militantes que multiplica varias veces al siguiente, es más rentable el silencio, aunque suene a complicidad. Es menos higiénico y huele bastante peor, pero asegura la continuidad de la especie.
Llegados a este máster, la propia presidenta ha sido la que, poco a poco, se ha diseñado el traje de madera. Primero con explicaciones atropelladas; después, admitiendo irregularidades, pero permitidas por la universidad; y luego pidiendo prisión para los periodistas que le han pillado con el carrito del helado. Si no se hubiera llevado tan mal con Ignacio González, éste le habría explicado que sus problemas se multiplicaron cuando se le ocurrió denunciar ante un juzgado, a un tiempo, el espionaje al que había sido sometido en Cartagena de Indias y a los periodistas que lo publicaron. Hay que aprender de todos, incluso de los enemigos. Aunque lo de aprender sin ir a clase, se ha puesto difícil.