Esta es una sociedad tan infantil, tan puerilizada, que hemos sustraído toda noción de respeto hacia el prójimo. Somos niños egoístas sin ningún padre o madre que nos diga qué está bien y qué está mal. Y si alguno surge, rápidamente se le etiqueta como facha, se le estigmatiza, se le convierte en un demonio apestado y a otra cosa. Sin límite alguno más allá de nuestro capricho, todo se ha convertido en una lucha feroz contra lo poco que resta de orden, de ley, de limitación, en suma, de civilización. ¿De donde nace esa estúpida necedad de ir sin mascarilla, sin guantes, de no respetar las medidas sanitarias, de pasarse por el forro las elementales precauciones que nos indican acerca de la covid-19? De eso, precisamente. De “el virus es cosa de viejos” que hemos escuchado a gente joven al “a mí no me va a pasar nada” mucho más generalizado. Ese es el país, esto es Occidente, ese es el nivel.
Bolsonaro y Trump jactándose de no llevar mascarilla y las personas que se reúnen en una finca para celebrar una fiesta ilegal representan una misma cosa: la estupidez del ignorante prepotente. Que Sánchez e Iglesias no se dignen acudir al funeral celebrado en La Almudena equivale a las risas de la portavoz del Govern Budó o la Consellera de Sanidad Vergés: una carencia total de empatía. Es el mundo que hemos construido, la terrible consecuencia de erradicar el rigor intelectual, el pensamiento y la lógica humanista como paradigma, el sentido del deber y el sacrificio como lo mínimo que se puede exigir a la persona.
Y miren que es fácil. A nadie se le exige que soporte los terribles bombardeos que martirizaron en la II Guerra Mundial a Londres, Coventry, Hamburgo o Dresde. No se trata de dar la vida por nadie, de luchar en un campo de batalla, de empuñar un arma. ¡Por Dios, esto no es encontrarse a punto desembarcar en Normandía bajo una lluvia de balas, es ponerse una mascarilla y no formar aglomeraciones! A nuestros dirigentes no se les exige la firmeza de Churchill, la audacia de Stauffenberg, el valor de Jean Moulin o la fibra moral del padre Kolbe. Solo que cumplan con su obligación de gobernar con inteligencia, con honradez, con vocación de servir a la nación.
¡Por Dios, esto no es encontrarse a punto desembarcar en Normandía bajo una lluvia de balas, es ponerse una mascarilla y no formar aglomeraciones!
Pero no estamos a la altura de las circunstancias, ni ellos ni mucho de nosotros. En Cataluña, Lérida es el ejemplo de como el gobierno de los demagogos e irresponsables no sabe qué hacer cuando tiene que enfrentarse a problemas reales. Porque cuando no se trata de colgar pancartas, se pierden, y mueren personas. Igual que el gobierno de España, que a la que sale del griterío agit prop y la estulticia del liberado se queda inmóvil, sin saber qué hacer, y también mueren personas. Sánchez e Iglesias le echan las culpas de la mala gestión a las autonomías. Si se sacaron de encima los muertos cuando era su obligación evitar que fallecieran, ¡qué no harán ahora! Y los separatistas, en este caso, ya han dicho que la culpa la tiene España, aunque parezca grotesco. Ese es su nivel ético, esa es su talla, ese es el tipo de gente que hemos elegido para que nos gobiernen. Todos se inhiben de cualquier asomo de responsabilidad y le echan la culpa a los demás. Son gente sin caridad, sin compasión, sin ideología, sin nada que no sea su desproporcionado ego.
A esto hemos llegado, a que en medio de todo un país en pleno duelo, con los cadáveres casi de cuerpo presente y en medio del llanto de sus seres queridos, unos no se dignen acudir a rendirles un postrero homenaje, otros se dispongan a seguir arando el surco que producirá más fallecidos y el resto se ría en una fiesta macabra porque, al fin y al cabo, siempre se mueren los otros. Es la Toten Dantz, la danza de la muerte, la que bailan aquellos que sienten un enorme desprecio por los que ya no están. Bailemos los vivos y que se pudran los que nos dejaron. Todos son igualmente culpables, todos son responsables, todos son unos locos, unos inconscientes, unos seres fríos, implacables, ajenos al menos concepto de humanidad. Sus carcajadas de desprecio resonarán durante siglos en las bóvedas de la historia como ejemplo de lo bajo que puede caer nuestra especie.
Porque nadie que sea digno de reclamarse como ser humano es capaz de reír en un funeral. Y mucho menos de bailar bebiendo una cerveza.