El primero que dijo algo sobre el asunto fue mi hermano Óscar, no el de León sino el de Valladolid. Debió de ser a finales de enero. “Eso que ha pasado en China, lo del coronavirus, es una catástrofe”, murmuraba; “se lo va a llevar todo por delante, va a cambiar nuestra forma de vivir. No sabemos la que se nos viene encima”.
Nos reímos. Óscar es persona seria, nada conspirandeira ni exagerada ni dada a dramatismos, pero nos reímos: qué dices, hombre. Eso será una bobada más, una anécdota como tantas; en quince días se habrá olvidado. Él nos miraba y callaba, convencido de que lo único que puede cambiar ciertas actitudes (y no siempre) es la realidad. Pero entonces, hace once meses aunque hoy parezca que aquello ocurrió cuando éramos niños, no le hicimos caso. Yo mismo escribí aquí un artículo en el que hablaba del virus con bastante displicencia, casi desprecio: aquí pasamos hace cuarenta años lo del aceite de colza, decía; un veneno que afectó a más de 20.000 personas y mató a unas 1.100. Eso es una catástrofe, caramba, y no que se mueran hoy tres chinos y pasado mañana dos italianos. Ay mísero de mí, y ay, infelice.
Nos acostumbramos a mirar cada mañana el mapa que traía el periódico. Aún no lo creíamos del todo. Aquello, lo que fuera, avanzaba mucho más rápidamente que las hordas de Gengis Kan y dejaba tras de sí un rastro de devastación que nada ni nadie parecía saber cómo parar. Las cifras de muertos se multiplicaban día tras día. Cuando Italia fue invadida, lo mismo que a mediados del siglo XIV, y los cadáveres diarios se contaban por cientos, yo llamé a Óscar y le dije: “Tú tenías razón y yo no. ¿Qué va a ser de nosotros?”. Él me respondió: “No lo sé, nadie lo sabe. Tendremos que aprender a vivir de otra manera”.
Un producto de laboratorio
En ese invierno salí de casa por última vez el 10 de marzo, a cenar con un viejo amigo. Ya no había nadie por la calle. Recuerdo que el taxista trató de convencerme de que el virus, al que ya empezábamos a llamar covid, era un producto de laboratorio creado por Pedro Sánchez para gobernar el mundo, algo así decía. Yo me reí, pero dejé de reírme cuando comprobé que había una inmensa cantidad de gente dispuesta a creerse esa sandez y otras aún más ridículas.
Nuestra vida se rompió. Nos encerramos en casa. No sabíamos cuánto nos durarían la paciencia ni la serenidad. Nos acostumbramos a salir a la ventana cada tarde, a las ocho, para aplaudir a los sanitarios, que estaban cayendo como moscas. También los abuelos de las residencias, muchas de las cuales demostraron ser, mitad por mitad, un magnífico negocio y una cueva de los horrores. La televisión y los periódicos se volvieron monotemáticos. La primavera regresaba a las calles vacías, pero lo peor era el silencio: ni un coche, ni un autobús, ni una sirena, ni una voz, ni unos pasos; solo se oía el piar de los pájaros, ajenos a toda desdicha. Empezamos a creernos lo que decían en la tele: que la epidemia estaba sacando lo mejor de nosotros, por eso salíamos a aplaudir. Pero para quienes no cobramos del Estado, el dinero se iba acabando y la angustia crecía.
Creo que nunca antes había sufrido tal quebranto el sistema democrático parlamentario de nuestra nación. ¿Quién podía tomarse en serio a aquella tropa de gansos que no hacían más que graznar?
Y poco a poco nos dimos cuenta de que había gente, una tropa de malnacidos, a la que ese miedo, esa tensión y esa angustia de cada cual le parecía bien: la estimulaban, la azuzaban. Pensaban sacar provecho de ella. Mientras la gente se moría por cientos cada día que pasaba, los políticos (muchísimos) demostraron que vivían en un mundo aparte en el cual nosotros no importábamos nada en absoluto: éramos nada más que pretextos, cifras, muñecos, piezas en un tablero que ellos creían manejar. El Gobierno al que le tocó la catástrofe pretendía mantener el estado de alarma; es lo que se estaba haciendo en todo el mundo, es lo que habría hecho cualquier gobierno, fuera el que fuese. Pero aquí los adversarios políticos del Gobierno demostraron que no eran adversarios sino enemigos, y que les movía una ambición feroz que no parecía detenerse ante nada. Y se lanzaron al cuello del gobierno con toda su furia, y dejaron muy claro que lo único que les importaba, lo único, era el poder; nosotros, los que aguantábamos en casa, los que agonizábamos o nos arruinábamos o moríamos, éramos nada más que leña a la que había que hacer arder soplando de un lado o de otro, qué más daba eso. Y pronto vimos que el mismo Gobierno, desnortado, titubeante, hacía más o menos lo mismo: lanzarse a la gallera. Creo que nunca antes había sufrido tal quebranto el sistema democrático parlamentario de nuestra nación. ¿Quién podía tomarse en serio a aquella tropa de gansos que no hacían más que graznar?
Cambio de estrategia
Cuando, en las puertas del verano, el virus pareció remitir, nos echamos a la calle como si no hubiese un mañana, como si se hubiese terminado una guerra y la hubiéramos ganado nosotros. Fue el más comprensible de todos los errores, pero también el peor. El virus recobró impulso y nos metió en un otoño que parecía sacado del Decamerón de Boccaccio. El Gobierno renunció ladinamente a imponer nada y dejó a las comunidades autónomas la decisión de qué hacer y qué no hacer, lo cual convirtió al país entero en una ensalada de taifas que habría sido un éxito en cualquier comedia de Jardiel Poncela: había presidentas autonómicas que cambiaban de opinión y de estrategia tres veces al día, lo cual tenía a millones de personas dando tumbos de un sitio a otro… o no dándolos en ninguno, que parecía lo más razonable.
En mitad de esta pesadilla nos enteramos todos de las trapisondas y las rapiñas del viejo Rey, a quien tanto habíamos querido y respetado incontables ciudadanos durante décadas. Era lo que nos faltaba para dejar de creer en lo que Churchill llamaba “el peor sistema de gobierno posible… a excepción de todos los demás”.
Cuando ustedes lean esto habrán escuchado ya el discurso navideño del rey Felipe. Yo no lo he oído aún, faltan unas cuantas horas. Supongo que lo escucharé, aunque solo sea porque forma parte de mi trabajo. Pero esta vez ya sin ganas, sin la curiosidad de otros años. Porque esta es la primera Nochebuena de mi vida en que estoy solo. Mi familia está lejos, compartimentada por los confinamientos, los toques de queda y las tornadizas normas sanitarias. Cenaré lo que pille en la nevera y trataré de ahuyentar la tristeza y la añoranza. Pero sé bien que es una tristeza ya muy larga y demasiado áspera como para tener la certeza, o al menos la fundada esperanza, de contenerla. Este ha sido el año que no vivimos, el año que lo reventó todo: los planes, los sueños, las ilusiones y los proyectos, las ganas de vivir. Este año ha sido tan cabrón, pero tan cabrón, que apenas quedan fuerzas ya para desearles a ustedes algo tan elemental y tan obvio que casi da vergüenza decirlo: que el año que está a punto de empezar sea mejor, mucho mejor para todos que este año desalmado que nos ha partido en dos, que nos ha destripado la vida, que nos ha hecho peores (a algunos, todavía peores, y parecía imposible) y que nos ha quitado hasta la posibilidad del consuelo, de la proximidad, del abrazo.
Les deseo, de corazón, un 2021 mucho más feliz. No tendrá que esforzarse demasiado para conseguirlo. Nosotros sí.