El desconfinamiento va viento en popa. Estamos a punto de llegar a la fase 3 en media España y, por mera lógica, este diario costumbrista tiene ya los días contados. Ajustar cuentas con uno mismo es algo bastante saludable que hay que hacer de vez en cuando para no perder la perspectiva. Lo digo porque una de las cuentas pendientes que tengo que saldar antes de terminar es abordar algo que a lo largo de estos ochenta y cuatro días apenas he mencionado de rondón. Un asunto tenebroso pero real como la muerte misma. Lo que ha pasado en las residencias.
Dice una jota de mi tierra navarra que no tiene perdón de Dios quien maltrate a los ancianos. Ni los dioses paganos en los que yo creo firmemente podrían perdonar lo que ha ocurrido en los geriátricos de esta España sorprendida primero, confinada después y ahora de nuevo confiada. No hay palabras para explicar lo sucedido. Ni al más retorcido de los autores de novelas negras o catastrofistas se le hubiera ocurrido contar algo tan siniestro.
La cifra escalofría a cualquiera que la escuche: 18.285. Sí, son 18.285 ancianos fallecidos en las residencias públicas, privadas o concertadas de este país. Eso supone dos tercios de la cifra oficial (más de 27.000) de muertos por la enfermedad. Puede que la proporción sea menor cuando sepamos la cifra real de quienes han perdido la vida. Pero la cifra de mayores perecidos del último recuento tampoco es definitiva.
Por supuesto que hay responsables políticos directos. Quizás tengan muy diferentes colores. Y hay que perseguirlos para que paguen por ello. Pero hay que admitir que hemos fallado como sociedad
El juego político en busca de responsabilidades por lo acontecido en los geriátricos está y estará muy entretenido. Por supuesto que hay responsables políticos directos. Quizás tengan muy diferentes colores. Y hay que perseguirlos para que paguen por ello. Pero yo, si me lo permiten, creo que es más relevante admitir que hemos fallado como sociedad. Todos les hemos fallado.
Me da igual si ha sido por acción o por omisión, por egoísmo o por cobardía, por mala previsión o por falta de medios (quizás haya sido una mezcla de todo eso). Pero el caso es que miles y miles de mayores se infectaron, padecieron las fiebres de la enfermedad y expiraron en sus residencias. Esta sociedad que era tan dichosa y alegre y que tenía tanto bienestar ha abandonado a su suerte a los ancianos para que murieran en sus habitaciones solitarias. Porque no había sitio para ellos. Porque había que elegir. Porque fueron el lastre que tiramos por la borda para salvar el barco.
Ahora, cómo no, deseamos que esos 18.285 ciudadanos descansen en paz o que la tierra les sea leve, por supuesto, pero eso no es suficiente. Es urgente que detectemos por qué ya antes de la pandemia teníamos las residencias olvidadas. De vez en cuando, cada x tiempo, nos escandalizábamos porque trascendía que en una de ellas había malos tratos o condiciones insalubres. Nos echábamos las manos a la cabeza pero tampoco hacíamos nada para cambiar las cosas. Era un problema que parecía no existir porque estaba silenciado para abonar nuestra propia comodidad.
Habrá que aumentar sobremanera los controles para que las autoridades vigilen, inspeccionen y fiscalicen lo que pasa en esos lugares para que nuestros mayores vivan sus últimos días con placidez y dignidad
Para no hundirnos en el derrotismo o la tristeza, también hay que admitir que no todas las residencias son iguales (¿y si ese es el problema?), porque en muchas apenas ha habido contagios y se ha tratado mejor que bien a los mayores. Los trabajadores de muchas de ellas se han dejado la piel en los cuidados. Además, los trabajadores sanitarios, aquellos a los que aplaudíamos hasta no hace tanto tiempo y que ahora reciben fastuosos premios de concordia pero no mejoras en sus condiciones de trabajo, han salvado la vida de numerosos ancianos en los hospitales.
La enorme, terrible e inabordable tragedia que se ha vivido en los geriátricos debiera servirnos para reflexionar sobre el futuro. Tal vez haya que repensar el papel de las residencias. O tal vez sea necesaria una inversión multimillonaria para mejorar aquellas que no tienen las condiciones necesarias. O, cuando menos, habrá que aumentar sobremanera los controles para que las autoridades vigilen, inspeccionen y fiscalicen lo que pasa en esos lugares para garantizar que nuestros mayores vivan sus últimos días con placidez y dignidad. Es lo mínimo que les debemos.