Además de insigne autor, Miguel de Cervantes fue un soldado al servicio de Felipe II que amó a su país hasta el punto de caer gravemente herido en 1571 durante la batalla contra los turcos y por ello pasaría a ser conocido como El manco de Lepanto. No solo su obra más universal, Don Quijote de La Mancha, también sus Rinconete y Cortadillo o su Licenciado Vidriera, a caballo entre la fantasía y la autobiografía, han quedado para la historia como un compendio de ese ser inmortal nuestro, indómito en lo bueno y en lo malo.
Por eso llama la atención que el premio anual que lleva su nombre, el más insigne de las letras hispanas, ese que los sucesores de aquel Rey prudente vienen entregando con el boato requerido en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares todos los años desde hace 44 -ayer Juan Carlos I y la Reina Sofía, hoy su hijo y la Reina Letizia-, le haya sido entregado este lunes al poeta catalán Joan Margarit en el Palacete Albéniz de Barcelona durante un acto a escondidas sin que medie, que se sepa, un confinamiento ni del premiado ni de nadie de los presentes por la pandemia.
Un suponer: Si el galardonado con el Premio Cervantes 2019 fuese, en vez del autor de La sombra del otro mar, el hoy ya anciano enfermo Antonio Gala y la ceremonia de la entrega se hubiera llevado en la Zarzuela, en su domicilio de Madrid o en la finca La Baltasara de Málaga, donde el andaluz escribió sus mejores obras... ¿Los medios de comunicación nos habríamos enterado a posteriori o habría habido redoble de tambores mediáticos?
¿Se imagina alguien al Rey Carlos Gustavo de Suecia entregando el Nóbel de Literatura a un autor escandinavo en su casa aprovechando una visita a la cercana fábrica de montaje de Volvo?
¿De verdad quieren hacernos creer que nada tiene que ver el caracter “privado” (sic) del acto con un miedo atroz a que los independentistas fueran a las puertas de la residencia real a liarla? Y ya por llevarlo al terreno del absurdo, ese al que nos instala alguna fuente oficial cuando justifica lo ocurrido en la idea de aprovechar el viaje del Rey a la fábrica de SEAT en Martorell... ¿Se imagina alguien al Rey Carlos Gustavo de Suecia entregando el Nóbel de Literatura a un autor escandinavo en su casa de la ciudad de Torslanda aprovechando una visita a la fábrica de montaje de Volvo?
No sé a quien se le ha ocurrido tres meses después de impedir a Felipe VI la entrega de los despachos a los nuevos jueces en la Ciudad Condal, esta entrega del Premio Cervantes con un formato institucional en el que, para colmo de males, ni estaba ni el presidente del Gobierno, en cuarentena desde que el presidente francés, Emanuel Macrón, dio positivo por covid-19; Por descontado tampoco el presidente de la Generalitat, Pere Aragonés, el cual ya había advertido que él no iría con el monarca ni a Martorell ni a ningún otro sitio.
Y me asalta una duda: ¿Por qué Felipe VI acepta protagonizar otro gesto de debilidad con Cataluña de trasfondo, a solo tres días de protagonizar el que se presume su discurso de Nochebuena más importante en seis años de reinado? ¿El hoy denostado y en el exilio Juan Carlos I habría aceptado? ¿Cree sinceramente su hijo que va a calmar así a Aragonés o a quien le suceda tras las elecciones autonómicas del 14 de febrero? Es más, ¿Por qué tiene que calmar a esa parte de la población catalán que no se acepta en minoría? ¿Cuándo piensa el Rey volver con normalidad a la segunda ciudad de España y a esa Cataluña que aprobó la constitución de 1978 con el mayor grado de apoyo de toda España?
Porque las naciones, los países, los Estados, ponga la definición que usted quiera, estimado lector, son cuerpos vivos. Se percibe a leguas su fortaleza, su descomposición... y su miedo. Sí, su miedo. Y hoy hay razones más que suficientes para pensar que tanto, internamente, quienes quieren romper este viejo país -no llegan al 45% del censo en Cataluña y representan mucho menos en las Cortes- como externamente, nos han cogido la medida. Para mal.
Tras fracasar Sánchez en los tres intentos por colocar a ministros al frente de organismos, llega la ofensiva de Marruecos para que reconozcamos que el Sáhara es suyo 44 años después de ‘La Marcha Verde’
Me refiero a que Pedro Sánchez -España, en definitiva- lleva tres fracasos de tres intentos por colocar a un ministro de su Gobierno al frente de importantes organismos internacionales; léase, la vicepresidenta Nadia Calviño ojo presidenta del Eurogrupo de los ministros de Economía de la UE, la ministra de Asuntos Exteriores, Arantxa González Laya, al frente de la Organización Mundial del Comercio (OMC) o, esta semana pasada, el ministro de Ciencia y exastronauta, Pedro Duque, como director general de la Agencia Especial Europea (ESA). Gajes del oficio de la potencia intermedia que nunca dejamos de ser; sí, pero sintomáticos de un estado de cosas.
Eso, por no hablar de la desestabilización que ¡Oh casualidad! siempre acompaña desde el sur nuestras encrucijadas; desde ese Marruecos donde al “hermano” de Felipe VI -así se llaman entre ellos-, Mohamed VI, le ha faltado tiempo para reivindicar Ceuta y Melilla una vez reconocida la soberanía marroquí sobre el Sáhara por parte de los Estados Unidos, y tras haber suspendido por sorpresa la Reunión de Alto Nivel (RAN) prevista el 17 de diciembre en Rabat.
La historia nunca se repite o si lo hace, es como farsa -dejó escrito Carlos Marx- pero nos convendría recordar que hace 43 años, tras la muerte de Francisco Franco, el entonces Príncipe de los Creyentes, Hassan II, su padre, organizó La Marcha Verde para anexionarse unilateralmente la antigua provincia española aprovechando la inestabilidad en el interior de nuestro país, la retirada del Ejército franquista a sus cuarteles de invierno, y la evidente debilidad de un entonces joven y cuestionado Juan Carlos I... Blanco y en botella.