Existe una diferencia sustancial entre la inmoralidad y la amoralidad. El que comete actos inmorales es consciente de que ha vulnerado reglas éticas cuya validez no niega y lo hace a sabiendas, supeditando el bien al mal para conseguir los fines que le dicta su ambición, su codicia, su envidia, su vanidad o su concupiscencia. El amoral, en cambio, desconoce la frontera entre lo correcto y lo incorrecto y cuando mata, hiere, destruye, humilla, roba o atropella se deja llevar por instintos y pulsiones ciegos a la razón, como una tormenta atmosférica, un incendio forestal espontáneo o un terremoto devastador. Un tigre devorador de hombres no puede ser acusado de inmoralidad porque carece de conciencia que le permita distinguir entre aquellas de sus acciones que desde una perspectiva racional, es decir, humana, se sitúan en el campo de lo perverso o de lo benéfico. La terrible simetría de la fiera del inmortal poema de William Blake es implacablemente amoral.
Pedro Sánchez no admite la calificación de amoral, que le exoneraría de culpa. Su trayectoria le caracteriza sin remisión como una persona profunda y sistemáticamente inmoral. Tampoco se puede cobijar en la helada morada erigida por el autor de El Príncipe, ese espacio normativo ajeno y distinto al de la moral tradicional, tan magistralmente descrito por Isaiah Berlin, en el que la seguridad y prosperidad del Estado legitiman los más horribles crímenes. Por el contrario, su recurso permanente a la mentira, su alianza con aquellos cuyo propósito explícito es liquidar la Nación que en su función de presidente del Gobierno se ha comprometido a preservar y su incumplimiento reiterado de la palabra dada, no sólo no contribuyen a la grandeza y al prestigio de España, sino que la ponen en grave riesgo de desaparición y de ruina. Su inmoralidad es, por tanto, manifiesta e innegable.
En la disyuntiva de tomar el camino de la coherencia y la honradez o el de la inconsistencia y el engaño, han seguido sin vacilar la senda oscura
Sin embargo, una vez escogida la opción de entregarse sin escrúpulo alguno a todo tipo de bajezas, infamias y traiciones al servicio exclusivo de su propio interés, el actual inquilino de La Moncloa podría ser colocado en la misma categoría de otros muchos políticos presentes y pasados que, con tal de alcanzar, conservar y disfrutar el poder, también han faltado a la verdad, practicado sucias corruptelas o colaborado con compañeros de viaje indeseables. Formaría parte, así, de una larga lista de personajes que, a lo largo de los siglos, en la disyuntiva de tomar el camino de la coherencia y la honradez o el de la inconsistencia y el engaño, han seguido sin vacilar la senda oscura si ello les garantizaba la púrpura.
Esta descripción de Sánchez como uno más de una multitud de gobernantes desaprensivos ha sido adecuada hasta su intervención desde la tribuna del Senado el martes 8 de Septiembre cuando expresó solemnemente en sede parlamentaria su sentido pesar -“lamento profundamente” fueron sus palabras acompañadas de una actitud contrita- por la muerte por suicidio del etarra Igor González Sola en su celda de la cárcel de Martutene, donde cumplía una condena de veinte años por delitos de colaboración con banda armada, tenencia ilícita de armas y falsificación de documentos oficiales.
La ignominia cometida por Sánchez ultraja tan cruelmente a las víctimas y revela una carencia tan repugnante de dignidad personal, que hunde a su protagonista en las simas más tenebrosas de la infamia
González Sola perteneció al comando Amaiur, integrado a su vez en el comando Donosti, el grupo responsable de una de las atrocidades más execrables de la banda terrorista, el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco en Julio de 1977. Anteriores jefes del Ejecutivo habían mantenido contactos con ETA e intentado negociaciones de diversa índole, pero ninguno se había rebajado hasta el nivel de abyección mostrado por Pedro Sánchez con tal de amarrar los votos de Bildu y del PNV de cara a la aprobación de los Presupuestos. Sin duda, la ignominia cometida por la segunda autoridad del Estado es de tal magnitud, degrada hasta tal punto a la sociedad española, ultraja tan cruelmente a las víctimas y revela una carencia tan repugnante de dignidad personal, que hunde a su protagonista en las simas más tenebrosas de la infamia.
En 1981, los presos del IRA Provisional en la penitenciaria británica de Maze se pusieron en huelga de hambre. Exigían la restauración del régimen especial del que disfrutaron hasta que en 1976 un Gobierno laborista se lo retiró y pasaron a ser tratados como crimínales comunes. EL Reino Unido no cedió y diez de ellos fallecieron hasta que la huelga se suspendió. Tras la primera muerte, la de Bobby Sands, la entonces primera ministra, Margaret Thatcher, declaró: “Sands era un criminal convicto. Eligió acabar con su propia vida. Es una elección que su organización no permite a sus víctimas”. Entre la determinación y el coraje de la desaparecida baronesa y el nauseabundo espectáculo proporcionado por Sánchez en el Senado media un abismo, el que separa a una estadista como la copa de un pino de un quídam al que la Historia, si es que alguna vez lo menciona, nunca absolverá.