Estaba el país alicaído, con escasez de noticias que llevarse a la boca, tan corto el patio de auténticas novedades que los medios no tuvieron más remedio que convertir el fallecimiento de Carme Chacón en algo parecido a la muerte en la hoguera de Juana de Arco, cuando el mundo se volvió loco y todo pareció sufrir de repente un cataclismo que ha colocado al Partido Popular en una picota, quizá una sima de ignominia, de la que le resultará muy difícil bajar para situarse en el terreno de esa normalidad imprescindible para poder gobernar. Primero fue el tremendo informe de la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil sobre la rapiña de un Rodrigo Rato cuyas empresas llegaron a facturar hasta 82 millones entre 1998 y 2013 gracias a los manejos en la sombra de todopoderoso vicepresidente del Gobierno Aznar y director gerente del FMI. Este mismo martes, se conoció la decisión del tribunal que enjuicia la trama Gürtel, Sección Segunda de lo Penal de la Audiencia Nacional (AN), de citar a declarar como testigo a Mariano Rajoy, después de que en dos ocasiones el mismo tribunal hubiera rechazado tal pretensión. Y ayer mismo estalló el escándalo, largamente anunciado, que rodea la figura del expresidente de la Comunidad de Madrid Ignacio González. Y todo saltó por los aires.
La noticia de la citación judicial del presidente del Gobierno cogió desprevenido a un partido que no encuentra más respuesta al escándalo Rato que ponerse de perfil, como si el asunto no tuviera que ver con ellos, como si don Rodrigo de Rato y Figaredo, que así se hace llamar el ilustre hampón, no hubiera sido, no fuera, el autor del supuesto milagro económico de la era Aznar, no fuera la élite del PP, la columna vertebral de la derecha española que hoy no sabe dónde esconderse de puro avergonzada. Un daño terrible, incuestionable, si bien difícilmente evaluable ahora mismo, el de estas élites ladronas. Sobre este caldo de cultivo, el “venga usté pacá” del tribunal de la Gürtel a Rajoy ha surtido el efecto de despertar los heraldos negros, el recuerdo atroz de los peores días de una corrupción que colocó contra las cuerdas al Mariano del “sé fuerte, Luis” del caso Bárcenas. Ha vuelto el recuerdo de un tiempo, tan cercano como cruel, que costó más de 3 millones de votos al partido y que muchos, en Génova y en Moncloa, creían superado. Y ha vuelto con la violencia verbal que en la calle algunos prebostes del partido pudieron comprobar ayer mismo en sus carnes, con abordajes e incluso insultos personales a pie de paso de cebra de todo punto inaceptables en democracia.
Hay quien sostiene que el PP ha dramatizado en exceso la citación de Mariano, un hecho que debería ser considerado normal en un Estado de Derecho en el que todos los ciudadanos son por definición iguales ante la Ley y están, por tanto, obligados a cooperar con la Justicia. La ausencia de cualquier explicación al sorprendente cambio de criterio del tribunal, unida a la filiación ideológica de la acusación popular (esa tal Asociación de Abogados Demócratas Europeos), permite sospechar que la cosa tiene más intríngulis del que aparenta. Para algunos se han encendido las luces largas, la preocupación a largo plazo de que la iniciativa de los magistrados de la AN abra la caja de los truenos capaz de poner las instituciones –y la presidencia del Gobierno de la nación lo es- al albur de cualquier juez o juececillo o asociación o corporación o personaje o personajillo dispuesto a arrastrarlas por el barro de cualquier futesa. En el convencimiento pleno de que, además, estamos ante una declaración perfectamente inútil desde el punto de vista del esclarecimiento de los hechos, frustrada de entrada, porque es evidente que el presidente poco puede saber y declarar sobre cómo se financiaron las campañas electorales del PP en Majadahonda o en Pozuelo de Alarcón.
La intencionalidad política es evidente. La intención de castigar las posiciones de un partido que, reo de corrupción y sin declaración de cambio radical de conducta conocida, sigue gobernando España en minoría y en relativamente cómoda singladura. Y eso cabrea mucho a muchos. Una intencionalidad que permite, casi alienta, una Justicia muy malita, casi en estado terminal, en la que pululan tipos tan peculiares como José Ricardo de Prada, un juez que ha calificado las condenas a miembros de ETA de “altas y desproporcionadas”, y para quien los terroristas soportan “un régimen de cumplimiento de penas totalmente desigual en relación con el resto de presos”. Una Justicia, digo, en la que jueces como De Prada pueden añadir a la culata de su pistola nacarada la muesca de todo un presidente del Gobierno al que desde hace tiempo buscaba las vueltas. De Prada, pues, puede haber arrancado el tapón capaz de hacer saltar por los aires esa cierta condición de “intocables” que venía rodeando a los presidentes del Gobierno, de todos los partidos, para ponerlos a resguardo de los caprichos de cualquier sátrapa emboscado.
Peligra la estabilidad del sistema
Por eso creen algunos que, ahora sí, la estabilidad del sistema está en crisis, con un PP cercado, carcomido por una corrupción que es vieja –porque todo lo que se investiga es viejo- pero que regresa a la memoria de los ciudadanos sentada en el banquillo de los acusados cual joven dama dispuesta a exhibir su impúdica figura como si de algo nuevo se tratara. Y ello con un PSOE que ni está ni se le espera, sumido en la búsqueda desesperada de las claves de su identidad perdida, el partido que más tiempo ha gobernado en España, con el que el PP no puede pactar la gradación del ruido mediático y parlamentario de este escándalo, y con el que las clases medias ya no pueden contar a la hora de asegurar la estabilidad de un sistema que corre el riesgo de irse por la alcantarilla sin recambio posible. Y con millones de españoles espantados, obligados a seguir votando a un señor que, como poco, tendría que irse definitivamente a casa cuanto antes, y a un partido que tendría que plantearse cambiar urgentemente de sede y, sobre todo, de nombre, porque la marca PP está arruinada para siempre, consumida en la hoguera de la corrupción de toda una época.
En este marco, la denominada “operación Lezo” (¿Qué ha hecho el famoso almirante guipuzcoano, considerado uno de los mejores estrategas de la historia de la Armada Española, para merecer semejante “honor”?) es apenas el fin de fiesta de esa Gran Feria de la corrupción. Una operación cantada, porque lo de Ignacio González era una bomba que todo el mundo sabía terminaría por explotar algún día. ¿Por qué ahora? ¿Qué hacía la cámara de La Sexta en la puerta de su domicilio a primera hora de la mañana? ¿De verdad el juez Eloy Velasco esperaba encontrar a estas alturas algún papel comprometedor en casa del citado? Son preguntas cuya respuesta sería interesante conocer en días venideros. ¿Estamos ante una gran cremà, un fantástico ejercicio de pirotecnia cuyo humo se disipará en 48 horas o, por el contrario, esto tiene recorrido político de fondo? La impresión, en efecto, es que nos hallamos ante algo más, bastante más, que un mero ejercicio de cohetería hueca.
El impacto social y político de este triple bombazo tiene el efecto de reducir inevitablemente el margen de maniobra de un presidente que gobierna en minoría y que aún no ha cerrado los apoyos suficientes para hacer aprobar los PGE del año en curso. La noticia de la citación judicial provocó autentica desolación el martes noche en Moncloa, al poner a Rajoy ante el espejo del “héroe” condenado a vivir enroscado en la serpiente de esa corrupción que le impide remontar el vuelo y que hace añicos operaciones como la encabezada por la propia Cristina Cifuentes, quien, en julio de 2016, se supone que con el v/b de Mariano, puso en manos de la Fiscalía la información referida al Canal de Isabel II que amenaza con llevar a la cárcel a Nacho González. El golpe llega incluso a tapiar esa gran salida de emergencia de la que dispone el gallego en caso de dificultad insuperable: la disolución de las Cámaras, porque, ¿cómo ir a elecciones con este panorama?
Vienen a por Mariano
Broche de oprobio para la carrera política de Esperanza Aguirre, una expresidenta de la Comunidad de Madrid con sus dos exvicepresidentes presuntos reos de corrupción, uno en la trena y otro a punto de entrar en ella. Esperanza se planteaba ayer su definitiva retirada de la política. Una vez más. ¿Lo hará? En realidad tendría que haberlo hecho hace mucho tiempo, por ejemplo, el mismo día que no se le ocurrió mejor cosa que aparcar en el carril bus de la Gran Vía para sacar dinero de un cajero automático. Sin disculpa, sin perdón. Gana Pedro Sánchez y desde luego gana el autobús del odio de Podemos, algo de lo que no parece darse cuenta la gestora que ahora dirige los destinos del PSOE. Gana Cifuentes, claro está, la rubia estrella ascendente del PP refundado que habrá de surgir de la hoguera donde hoy arde Mariano a fuego lento, mientras la mujer de las tres eses, Soraya Sáenz de Santamaría, se achica escondida en su trinchera, incapaz de salir a dar la cara por su presidente en día tan señalado como ayer y anteayer, porque ella sabe que su única posibilidad de llegar a la cima del poder, efímero, evanescente poder, radica en una súbita y abrupta despresurización de Mariano en plena ruta.
Gana el populismo y, qué quieren que les diga, lo hace por goleada, incluso con razón, permanentemente alimentado por la decrepitud moral de un PP incapaz de hacer propósito de enmienda y de un Rajoy campeón de la procrastinación, incapaz de cerrar una sola herida, muy capaz, en cambio, de dejarlas eternamente abiertas, supurando el hedor pestilente de esas decisiones radicales que su débil dubitativo carácter es incapaz de adoptar. Hasta ahora todo le ha ido bien. Hasta ahora todos sus queridos enemigos de partido han ido quedando en la cuneta asesinados por el paso del tiempo. Las tornas han cambiado, o tal parece. ¿Ha llegado su hora? El tsunami apunta directamente hacia él y amenaza con engullirlo sin piedad, dispuesto a hacerle pagar las culpas de tantos años de criminal molicie en los que este país perdió la oportunidad de ser definitivamente algo distinto y, desde luego, mejor. Vienen a por ti, Mariano.