Hubo un tiempo en que el Ministerio de Cultura tenía algo de patronato de salvación o casa de socorro, como si la salud del sector descansara casi en exclusiva sobre los hombros del ministro de turno, a cuya aptitud o acaso inspiración parecía subordinada, asimismo, la querencia del pueblo por los libros, la música o la pintura. El responsable de Cultura no sólo debía haber tenido tratos con la gran enciclopedia del saber; además, debía aparentar que cargaba con ella. Por esa y otras razones, era el único integrante del gabinete al que no cabía endosar el socorrido ‘del ramo’, más apto para asuntos porcinos, ferroviarios o morunos. El suyo, al cabo, era material inflamable, de ahí que su conducta también admitiera, y aun exigiera, algún que otro exabrupto, más de una extravagancia y cierto aire de pesadumbre, señal inequívoca de intelectualidad y, por qué no decirlo, de vanidad, pues el ministro encarnaba la Cultura, sí, pero también la posibilidad de aplazar su crepúsculo. Requisitos apropiados eran que fumara y bebiera en exceso; requisito innegociable, que viviera de forma excesiva, lo que implicaba al menos una antigua rivalidad intelectual (preferiblemente anterior a la Transición) y fama de buen amante, sólo fama.
Que el Ministerio haya recaído en Màxim Huerta supone un homenaje a la realidad, pues pocos famosillos representan como él la afable nadería en que se cifra el éxito
Dada la devastación del sistema cultural, que cabría resumir en la quiebra de su influencia social, la volatilización de los prescriptores (producto, a su vez, de la crisis del periodismo) y la precarización de los profesionales (con la consiguiente diseminación del amateurismo); ante esa evidencia, en suma, que el Ministerio haya recaído en Màxim Huerta supone un homenaje a la realidad, pues pocos famosillos representan como él la afable nadería en que se cifra el éxito. Aunque, en esa misma longitud de onda, yo me habría quedado con Mara Torres, Carlos del Amor o Gemma Nierga. O qué diablos, ¿por qué no Jorge Javier Vázquez? Incluso Paz Padilla, ves per on. Si se trata de echar la persiana, hagámoslo al menos con la dosis de cinismo que merece el finado, y no con un instagramer con ínfulas del que no cabe esperar más que un breve rosario de bochornos. Sentimental que es uno, más me irrita que colabore con El Español que su nuevo cargo.