Opinión

Serpientes de verano

Después de siete años de sahumerios y peregrinaciones para besar sus manos, Puigdemont se ha convertido en algo parecido a ese hermano del novio que, en las bodas, ha bebido demasiado y no hay forma de mandarlo para casa

  • Carles Puigdemont interviene tras su regreso -

El término y el concepto son antiguos y ya casi nadie los usa. Hace años (pongamos que un par de décadas y de ahí para atrás) se llamaba “serpientes de verano” a ciertas “noticias” tontas, inverosímiles o directamente inventadas, que los periódicos y las televisiones publicaban durante el estío. Esto es lógico. Los productores de noticias habituales, que suelen ser los políticos y los deportistas, estaban todos de vacaciones, pero las páginas del periódico y los programas matinales había que llenarlos igual, por más que faltase la materia prima. Ahí aparecían las serpientes: el nombre procede del famosísimo y jamás hallado monstruo del lago Ness, en Escocia, al que los periodistas locales hacían salir a la superficie agosto tras agosto, con puntualidad británica, y así tenían algo de lo que escribir.

Pero la periodicidad de los periódicos ha cambiado por completo: hace ya mucho que la información es en tiempo real, día y noche, así que ya no hay tiempo material para urdir cuentos chinos. Y los mismos medios que podríamos llamar “tradicionales” se han visto rodeados por una marabunta de aficionados, engañabobos a sueldo o sacacuartos interneteros cuya especialidad es precisamente mentir, inventar historias destinadas a mantener a la parte más tontita de la sociedad con la boca abierta. Es el fenómeno, muy viejo pero cada vez más frecuente, de las ‘fake news’. Y ya da lo mismo que sea verano o invierno. Las serpientes enredan todo el año y no hibernan, como sí hacen muchas serpientes de verdad.

Gracias a los programas “de tertulianos” de las cadenas televisivas (es un fenómeno que a mí me gusta llamar ‘anarrosismo’), las serpientes informativas, sobre todo las veraniegas, solían ser crímenes. Ya no era necesario que fuesen inventados (desdichadamente no lo eran), pero sí tenían en común con los ofidios dos cosas: la capacidad de estirarse y estirarse hasta llegar a la longitud de las pitones y las anacondas, y luego su veneno. Si había que estirar un asesinato, sobre todo si había niños de por medio, se traspasaban todos los límites de la abyección para que aquello durase la mayor cantidad posible de semanas; se perseguía sin contemplaciones a los familiares, a los vecinos, a todo el que se encontrase a mano, hasta conseguir que de la pantalla brotase un cierto olor a cadáver en descomposición. Pero los espectadores seguían ahí, enganchados a los detalles más tenebrosos y repugnantes de la historia, hasta que aparecía otra cosa que sustituyese a los gusanos. Eso era lo único que importaba: la audiencia. Todo lo demás daba igual.

Este verano, sin embargo, las serpientes se han comportado de una forma extraña: la potencia informativa de los Juegos Olímpicos, que por fin se celebraban en un horario compatible con nuestros hábitos de sueño, ha condenado a las “páginas interiores” (otra expresión que va cayendo en desuso) a casi todo lo demás. Admito que me sorprendí al enterarme de que la final del tenis, el épico partido en el que Djokovic le arrebató por los pelos a Alcaraz la medalla de oro, fue vista por 3,5 millones de españoles. Esto quiere decir que casi 38 de cada cien personas que tenían puesta la tele esa tarde vieron el partido, la victoria del serbio y las lágrimas desconsoladas del prodigioso chavalín. Ni siquiera el fútbol, que es el que gana siempre en la batalla de las audiencias, llegó a tanto.

Bueno, pues pongan ustedes la tele. Las “anarrosas” de todas las cadenas siguen buscando a este astuto fantasma de la Ópera por todas partes, aunque ya se sepa que está en su casita de chocolate de Waterloo

Pero sí hemos tenido nuestra serpiente veraniega, cómo no. Algo extraña, primero por lo estrambótica y carnavalesca, y luego porque se montó deliberadamente como un espectáculo destinado a lograr toda la atención posible. Me refiero a la aparición en carne mortal, el discurso subsiguiente y por fin la ascensión al cielo (o evaporación) de Carles Puigdemont. Todo eso se produjo hace hoy ocho días, el 8 de agosto, como contraprogramación burlesca y casi berlusconiana a la investidura de Salvador Illa como presidente de la Generalitat catalana. Bueno, pues pongan ustedes la tele. Las “anarrosas” de todas las cadenas siguen buscando a este astuto fantasma de la Ópera por todas partes, aunque ya se sepa que está en su casita de chocolate de Waterloo.

Pero ahora hay que descubrir, o adivinar, o inventar, por dónde escapó, dónde comió y dónde durmió, si hubo de nuevo maletero o si no lo hubo, quién le ayudó a burlar a los “miqueletes” (que eran los que perseguían a Curro Jiménez, personaje igualmente anacrónico e igualmente escurridizo) y, en fin, todo lo que se pueda sobre esta carnavalada. Ya hay quien le ha cambiado la letra a aquel tango centenario que en España popularizó (como balada) Mocedades, y que ahora dice así: “Dónde estás, Puigdemont, / no oigo tu palpitar, / es tan grande el rubor / que no puedo llorar (…) / me reía yo tanto, y se fue / para nunca volver”.

Vuelva o no vuelva, que eso a estas alturas viene a dar un poco lo mismo porque el chiste ya está contado y reído, lo único realmente interesante de este serpentón veraniego es que el hábil escapista ha terminado por reconocer que la elección de Illa “fue legítima”. Pero qué dice, caramba, qué dice. Este hombre está enfermo. Que precisamente él admita la evidencia, esto es, la legitimidad del nuevo presidente catalán, es casi lo mismo que agitar un palito con un trapo blanco por la boca de la madriguera. Si Puigdemont, que lleva siete años sintiéndose como Napoleón en la isla de Elba o como De Gaulle en Londres durante la guerra mundial, admite que Cataluña tiene un nuevo presidente (que no es él) gracias a los votos; y si de eso se deduce que esos votos pesan más que el irredentismo patrioteril de este Vercingétorix de pacotilla, ¿qué rayos pinta él en toda esta historia? ¿A quién representa ya? ¿Y para qué? ¿De qué sirve ya toda esta zarandaja de la aparición, la carrerita por la calle, el mitin desmitinado, el arropamiento de los notables, la silla de ruedas en el asiento del copiloto y la rápida ascensión a los cielos de Waterloo, como si fuese Superman?

Buscar la manera de jubilar al caudillo, que está más pasado de moda que el twist y que sigue diciendo que no se va porque “no tiene derecho a irse”

Los suyos, o los que hasta ahora eran suyos, han organizado un congreso de su partido con dos intenciones explícitas. Una, ver qué hacen ahora, porque cada vez son menos y corren el riesgo de quedarse para vestir santos, cosa que nunca debieron dejar de hacer. Y la otra, buscar la manera de jubilar al caudillo, que está más pasado de moda que el twist y que sigue diciendo que no se va porque “no tiene derecho a irse”, que es la excusa de todos los que se agarran como lapas al sillón de sus entretelas. Pero es que resulta que ya no hay sillón, así que ¿de qué estamos hablando?

Puigdemont, para los suyos, ya no es un líder, por lo menos no un líder útil. Después de siete años de sahumerios y peregrinaciones para besar sus manos, se ha convertido en algo parecido a ese hermano del novio que, en las bodas, ha bebido demasiado y no hay forma de mandarlo para casa, porque dice que la fiesta no termina hasta que no bailen todos la ‘Macarena’. Y son las tres de la mañana. Pero hay un punto de esperanza: incluso él, quizá en un rapto de lucidez, empieza a darse cuenta de que su tiempo ha pasado y que está de más. Que nadie va a tocar la Macarena, porque la orquesta hace dos horas que recogió los trastos y se fue.

Como serpiente de verano, hay que admitir que no ha estado mal. Ha tenido gracia, hay que reconocerlo. Ahora vamos a ver lo que dura, porque es bien sabido que lo poco agrada y lo mucho enfada.

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