Opinión

Torra, el gran catalizador

Lo que se avecina en Cataluña es algo más que una tormenta perfecta, es un seísmo que podría echar abajo todo el edificio constitucional

  • Joaquim Torra y Carles Puigdemont, en Berlín

Quim Torra ya es presidente de la Generalidad. Será el número 131 desde que la Institución se creó hace siete siglos con el objetivo de recaudar los tributos destinados al rey. Generalidad en origen no era el nombre de la institución, sino del impuesto. La institución en sí se llamaba Diputación del General.

En todo este tiempo la Generalidad, creada en origen como una simple comisión temporal, ha atravesado infinidad de vicisitudes y hoy es simplemente el nombre que se aplica al Gobierno autonómico en Cataluña. Eso es desde hace poco más de 40 años. La Generalidad siguió existiendo en el exilio, pero fue a partir de 1977 cuando se le volvió a llenar de competencias.

Todas las recibió de la Constitución española, aprobada en referéndum con el voto afirmativo del 90% de los catalanes. Pero los que se hicieron con la Generalidad tras la salida de Josep Tarradellas en 1980 tenían otros planes. Querían convertir la antigua Diputación del General en una cosa bien distinta: en una plataforma sobre la que construir desde cero un Estado propio identificado con la nación catalana que habían teorizado los padres ideológicos de la Lliga Regionalista un siglo antes.

Desde Moncloa se les ha ido extendiendo una alfombra tras otra, Gobierno tras Gobierno, legislatura tras legislatura. Había que buscar un encaje, decían  

Eso implicaba tiempo y determinación. Tiempo ha pasado mucho. Dos generaciones completas han nacido desde entonces. Pero, a pesar de ello, la Cataluña soñada por los Bartomeu Robert, los Pompeu Gener y los Jordi Pujol no termina de materializarse. Los hechos están ahí. Tras una gigantesca operación de ingeniería social, la mayor que se ha practicado en España desde la posguerra, no han conseguido convencer ni a la mitad de los catalanes. Los resultados de las últimas elecciones, ya celebradas en un ambiente plebiscitario, son la prueba más palmaria.

No les ha bastado con el control absoluto del sistema educativo y el predominio en los medios de comunicación. Tampoco con la dejación sistemática del Gobierno central que, por conveniencia o por miedo, no ha osado incomodarles en cuatro largas décadas. Todo lo contrario. Desde Moncloa se les ha ido extendiendo una alfombra tras otra, Gobierno tras Gobierno, legislatura tras legislatura. Había que buscar un encaje, decían, pero lo que los nacionalistas querían encontrar era el desencaje.

Lo único que les queda es la determinación. Ahí hay que reconocerles una tenacidad asombrosa. Ni el estrepitoso fracaso del procés, tocado y hundido tras las jornadas de octubre. Ni el fastidioso veredicto de las urnas en diciembre, que ni les daba la mayoría en votos ni les colocaba como el partido más votado. Ni la aplicación del 155, ni la alarmante fuga de empresas, ni la enrarecida atmósfera que ellos mismos han creado les han hecho apartarse de su objetivo único, que no es otro que echar un pulso al Estado y ganarlo cueste lo que cueste.

La designación digital de Quim Torra como continuador de esta etapa final es, por tanto, la consecuencia lógica, casi necesaria. Es síntoma y efecto a la vez. Síntoma porque alguien así, engolfado en el radicalismo más ultramontano, es exactamente lo que los votantes de ERC y PdeCat desean. Es el líder con el que el independentismo exaltado soñaba en tanto que representa la plasmación químicamente pura de esas ideas en el Parlament.

Tras una gigantesca operación de ingeniería social, la mayor que se ha practicado en España desde la posguerra, no han conseguido convencer ni a la mitad de los catalanes

Y es el efecto porque todas las locuras y desvaríos que hemos tenido ocasión de presenciar durante los últimos meses en las calles de Cataluña tienen en un sujeto semejante su culminación, la coda del delirio colectivo en el que vive inmersa la mitad de los catalanes desde que el insensato de Artur Mas inaugurase este absurdo hace ya seis años. Esto, evidentemente, tendrá consecuencias directas tanto en Cataluña como en el resto de España. Porque, aunque los independentistas repitan incansablemente que Cataluña no es España, lo es hasta el extremo de que lo que pasa allí retumba en todo el país con una furia inusitada.

Torra va a ser el gran catalizador, si lleva adelante sus planes -y todo indica que lo hará tal y como señaló desde estas mismas páginas Miquel Giménez hace unos días- el conflicto está servido. Ya se sabe que nunca segundas partes fueron buenas, de modo que si la primera nos pareció esperpéntica se acabarán los adjetivos para describir a la segunda. Esto traerá dos derivaciones inevitables: la aplicación de un 155 reforzado y la convocatoria de elecciones autonómicas.

Por último, si bien no menos importante, el corolario final podría ser algo que Rajoy no preveía, que el PNV se retire del acuerdo de los presupuestos y vayamos de cabeza a elecciones generales anticipadas. Todo antes de fin de año. Rajoy podría tratar de resistir, y en ello está, pero lo que se avecina en Cataluña es algo más que una tormenta perfecta, es un seísmo que podría echar abajo todo el edificio constitucional.

Pero lo más sorprendente de todo no es que los independentistas se porten como tales, sino que los que dicen defender la Constitución estén tan descolocados, tan en Babia haciendo cálculos políticos a corto plazo. Los independentistas saben a lo que se enfrentan, ellos ya se han preparado para lo peor; ellos, de hecho, ya están en lo peor.

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