El terrorismo, como pasa en los regímenes autoritarios, no quiere individuos. El terrorismo se compone de masa adicta y de ideología. Los otros, la masa no adicta, bien en conjunto o bien clasificada por campos, constituyen el objeto del terror. El terror puede desplegarse en una amplia gama de realizaciones (amenaza, extorsión, secuestro, asesinato), pero su objetivo suele ser el mismo: atemorizar a la ciudadanía, así en plural colectivo, para que acate el camino de perfección que generosamente se le propone. El terror puede empezar, cuando casi ni siquiera es terror, por metas muy concretas, materiales, incluso fácticas, pero por propia naturaleza cobra pronto su ser metafísico, su afán utópico, su mitología propia, su religión. Quien sirve a la causa sirve a un ideal, con sus jefes como sumos sacerdotes, sus caídos como mártires, sus muertos como programación inevitable. El terrorismo, para ser efectivo, tiene que hacerse notar a toda costa y llevar su abstracción radical a los media: no hay miembros personales ni hay daños personales, sino una lucha de un todo compacto y justo contra la opresión, la injusticia histórica, la sociedad injusta.
La paradoja del fin del terror estriba en las víctimas: su empeño en recordar es una rémora para la evolución, la reconciliación y otras palabras de sufijo perverso"
Pero a veces el terrorismo puede flaquear. El terrorismo, de hecho, empieza a flaquear desde el momento en que se pasa de la ideología a los individuos, de la utopía a la realidad, de la mitología a la vida diaria. O lo que es lo mismo: desde el momento en que hay terroristas y hay víctimas. Igual que en mecánica cuántica la partícula no detectada tiene la posibilidad de cualquier estado imaginable, así el terrorista no identificado es ideología y munición ideológica; pero del mismo modo que la partícula detectada es ya susceptible de medición y hasta manipulación, así también el terrorista identificado se queda de inmediato sin el aura de la idea y pasa solo a ser un tipo concretísimo, con toda una vida a cuestas, un fraude. Y algo parecido ocurre, entonces, con las víctimas: el terrorismo no ve en ellas personas, sino objetivos, daños necesarios, lo que se quiera, pero nunca individuos; la víctima individualizada, concretizada en sus datos más nimios, reconocida hasta en el número de zapato, es una zarpazo al terrorismo. Porque el terrorismo aterroriza gente, pero se asusta cuando el muerto que se le planta delante es un individuo con cara y carné de identidad.
Las víctimas, directas e indirectas, son por tanto insoportables para el terrorismo, pero también son insufribles para la sociedad en que ese terrorismo se despliega. La sociedad se acostumbra a los muertos con rapidez, porque enseguida asimila los objetivos del terrorismo, que a la postre resultan un salvoconducto. Basta con mirar para otro lado y hasta pensar por lo bajo algo habrán hecho. Si los nazis mataban a judíos, a gitanos, a homosexuales y la mayoría de los ciudadanos no lo era, esa mayoría estaba a salvo y podía hasta sacar provecho de la nueva situación. Si la ETA mataba policías, guardias civiles, políticos, jueces o periodistas y la mayoría de los ciudadanos no lo era, esa mayoría estaba a salvo y daba un simple suspiro cuando oía las noticias o pensaba menos mal. Pero si la víctima sale a la luz, si se conocen sus detalles, si aparece en toda su plenitud de víctima, el terrorismo se convierte en terroristas sanguinarios y la sociedad se muda en tipos cobardes y asustados. El hechizo desaparece. Por eso las víctimas son siempre aguafiestas consumadas.
Pero más lo son aún cuando el terrorismo ya ha cesado, se negocian los arreglos y se recurre a la congelación de la historia. Lo son por partida doble: para los terroristas, que quieren ya volver a ser ciudadanos y ven dificultado su objetivo por toda esa recua de resentidos que apuntan con el dedo; para los ciudadanos, que se entusiasman con el fin del terror y quieren olvidar y solo ven un mal recuerdo en esos tipos. Cuando el terrorismo arrecia, la víctima es sospechosa; cuando el terrorismo cesa, la víctima molesta. La paradoja del fin del terror estriba en las víctimas: su empeño en recordar es una rémora para la evolución, la reconciliación y otras palabras de sufijo perverso. La sociedad acoge con gusto el gesto de los antiguos terroristas, porque suelen mostrar rapidez homérica en olvidar y readaptarse a su papel de ciudadanos. Con las víctimas, siempre más renuentes, la sociedad presiona, incomodada, y no pocas veces suele lograr que se quiten de la cara su ominoso sufrimiento, acaten el nuevo orden social y permitan que todos vivan ya como si nada hubiera pasado. El llanto mismo de aquel Rodríguez Zapatero cuando los terroristas de ETA han dicho hasta aquí es un buen ejemplo. Lo siguiente es decir directamente no jodáis, tíos, que ya se acabó todo.
El llanto de Zapatero cuando ETA dijo hasta aquí hemos llegado es el paso previo a decirle directamente a las víctimas: no jodáis, tíos, que ya se acabó todo"
Pero siempre están los contumaces y quienes los apoyan y hasta jalean. Recuerden a Jean Améry, su resentimiento con una sociedad que seguía viviendo como si tal cosa, que en pocos años iba convirtiendo a las víctimas del nazismo en ciudadanos anónimos o en restos antipáticos de la historia. Su resentimiento, de hecho, era su único recurso para sentirse vivo, para tratar de rehuir la taxidermia histórica, su conversión en pieza de museo. Lo hizo hasta que pudo, hasta dar testimonio suficiente, y murió luego de muerte voluntaria. O miren con más modestia ese pequeño propósito de Jorge M. Reverte, que no quiere aceptar este borrón sin saber si Otegui se abstuvo cuando votaron no matarlo. Aquí en España, de hecho, quedan no pocos resentidos y, hasta que el tiempo no llegue a la erosión definitiva y vuelva todo esto material de escuela, es un deber moral oír su voz, compadecerse de sus resquemores, sacar a la luz a cada muerto y saber sus nombres y apellidos, aclarar cada atentado - real, ideado o en proyecto- y señalar con el dedo a sus autores. Ese resentimiento es quizá el único camino de salvación. Vosotros fuisteis, sí, vosotros fuisteis.