En tiempos de la guerra fría cuando se descubría a un topo que trabajaba para Rusia podían pasar varias cosas: se le “daba la vuelta” convirtiéndolo en agente doble, o se le detenía, interrogaba
hábilmente, se le juzgaba y se le encarcelaba, o se le dejaba continuar su misión sin alertarlo a ver si el topo podía llevar a los servicios de inteligencia a otros como el, pero situados en niveles
oficiales más altos, También podía suceder que, un buen día, se perdía su rastro entre las nieblas matutinas que siempre han sido de suyo muy traidoras. Para mayores detalles lean las novelas de
John Le Carré y su magnífico personaje Smiley – tan espléndidamente encarnado en la pantalla por Sir Alec Guiness – o vean las películas en las que Sir Michael Caine interpretaba a
Parker, un golfo cínico perdido entre la burocracia del MI6. Ese es el mundo del espionaje real, el que utiliza hampones de baja estofa como confidentes, el de oficinas mal pintadas y archivos repletos de dosieres que nadie lee jamás, el de la instancia para pedir un grapadora, el de contables ordenancistas y estúpidos, el de las vigilancias inacabables, el de pinchazos telefónicos con las
consiguientes escuchas, la mayor parte de las veces tan grises, triviales y aburridas como los funcionarios que deben llevarlas a cabo, en fin, el de un departamento más del estado.
En aquellos tiempos, insisto, donde los Cinco de Cambridge, singularmente Kim Philby, nombre clave “Stanley”, espiaron lo que quisieron en favor de los comunistas hasta que los pillaron – menos al principal, pretendiendo los anglos cargarle el mochuelo a Anthony Blunt, directamente relacionado con la Casa Real británica, y quedando sin descubrir al más importante de la red soviética – a alguien presuntamente relacionado con la embajada de la URSS se
le habría detenido y llevado a los locales del MI5 para ser tratado con suavidad. Ahora, los tiempos han cambiado y me temo que a peor. Encontré el otro día en una caja de cereales el informe elaborado por la Comisaría General de Información acerca de Carles Puigdemont y sus picardías con el servicio federal de seguridad de Putin. Nada nuevo que no se supiera ni que aporte más datos a un asunto que, por cierto, colea desde hace mucho tiempo. Quizá demasiado. El Caso Volhov, como se le denomina, ha producido ríos y ríos de tinta incluyendo mis modestas aportaciones en esta casa acerca del cómo, el quién y el por qué. Es un asunto que, no por grave, ha pasado a ser viejo. Pero como ahora hay eso de la amnistía al chico de Bruselas y el Supremo quiere investigarle por traición, todo vuelve a salir a la luz.
Podemos imaginar perfectamente que la cosa acabará en nada y no por culpa de los jueces, sino porque a Sánchez le interesa no molestar al del mejillón belga
Podemos imaginar perfectamente que la cosa acabará en nada y no por culpa de los jueces, sino porque a Sánchez le interesa no molestar al del mejillón belga, que ya tiene medio organizado su regreso triunfal en automóvil desde la frontera con todos los suyos cubriendo carrera desde Port Bou hasta Barcelona. Menudo chasco si, en lugar de los estelados, los que le esperan son las Fuerzas de la Seguridad del Estado. Será difícil, porque aunque el Supremo quiere saber qué pasó, con toda lógica y justicia, la Fiscalía Anticorrupción apoya la amnistía. Y ¿de quién depende la Fiscalía?
Lo que les decía, cuán mejores eran aquellos años en los que el del flequillo hubiese recibido una llamada desde una cabina telefónica y una voz con marcado acento ruso le hubiese dicho “¡Tovarich
Puigdemont, huya a Moscú porque van a detenerlo en las próximas horas! Hay un billete de Aeroflot a nombre de Vladimir Puxdemontovich en el vuelo de medianoche y un pasaporte
diplomático falso con el mismo nombre que encontrará en la nevera de su casa al lado de los yogures caducados!”.
Hasta el espionaje ha perdido su encanto. Qué vulgar es todo.
nataliany
Se nos iría el único que pone de rodillas a Sánchez.