Estamos en unos días en los que la intensidad de las emociones y los buenos propósitos van de la mano. No hace falta ser cristiano, tampoco ser creyente para compartir unos días que antes que nosotros, y con propósitos muy parecidos, vivieron los romanos en sus famosas Saturnales. Los hombres hemos ido acompasando a nuestros propios intereses y necesidades aquello que nos conviene. Quizá lo que simplemente necesitamos. Los romanos vivieron sus Saturnales como lo que eran, fiestas paganas en honor a Saturno, dios de la agricultura y padre de Zeus, Cronos para los coetáneos de Virgilio y Ovidio. Como ahora, aquellas fiestas empezaban el 17 de diciembre terminaban el 23 coincidiendo con el solsticio de invierno, el periodo más oscuro del año, cuando el Sol sale más tarde y se pone más pronto.
Saturno para los romanos no era otra cosa que el rey Sol, o sea la luz y la claridad, el triunfo sobre la oscuridad y las sombras.
De las Saturnales a la Navidad
Era cuestión de tiempo que la cristiandad viera en ello el momento más oportuno para el nacimiento del hijo de Dios, Jesús de Nazaret, el Mesías. No deja de ser curioso la manera en que un emperador, Constantino, y un papa, Julio I, decidieron celebrar el nacimiento de Jesús durante la época que concentraba las fiestas más esperadas del año, y todo para favorecer la conversión de aquellos paganos a la nueva religión cristiana que ya era la oficial en aquel tiempo. Donde la Historia hacía aguas la fe haría su trabajo. Y eso pasó.
Aquellos romanos que se tomaban con humor el hecho de tener dioses tan parecidos a ellos, a sus virtudes y vicios, durante los siete días que duraban las fiestas visitaban a sus familiares y amigos, se hacían regalos y comían y bebían como lo hacemos ahora, sin medida. Si entonces los esclavos podían vestir las ropas de sus amos y ser atendidos por sus dueños sin recibir castigo, qué tenemos que hacer nosotros. Pues lo mismo. A fin de cuentas, los humanos nos adaptamos bien a las circunstancias, y ese es nuestro éxito desde que estamos en la Tierra. Olvidar las penas y los trabajos por unos días. Sentir intensamente la felicidad, y cuando no sea posible inventarla, reinventarla al abrigo de otro dios, Baco, protector de los sueños y los malos recuerdos que indefectiblemente terminan en la exaltación de la amistad.
Dickens, Küng y Montaigne
Hay dos libros que suelo leer estos días. Lo hago desde hace mucho, y siempre encuentro argumentos para seguir viviendo y confiando, "a pesar de los pesares", que diría José Agustín Goytisolo. El primero es Cuento de Navidad de Dickens; el segundo es Jesús, así sin más, del gran teólogo suizo Hans Küng. Del primero me digo todos los años que es la manera más sencilla de volver a la infancia, y menos mal que hay libros como este que nos hacen crecer en bondad. Del segundo, destaco su oportunidad y sinceridad al entrar de lleno en la vida de Jesús con valiente y razonada libertad. En realidad, de entrar en lo poco que sabemos. Poco y contradictorio sobre un hombre que esta noche, se crea o no en él, reunirá en su nombre a familiares y amigos con el mejor propósito; vivir, dejar vivir y recordar a quienes ya no viven.
Más allá de las apropiaciones oportunistas y las creencias de cada uno, hoy sabemos que Jesús no es un mito: su historia se puede localizar, datar dice Küng: “Ninguno de los fundadores de las grandes religiones ha operado en un ámbito tan reducido, Palestina. Ninguno ha muerto tan joven. Y, sin embargo, qué efecto: aproximadamente dos mil millones de personas, una de cada tres, se denominan cristianas. El cristianismo, numéricamente hablando, está con mucha diferencia a la cabeza de las religiones del mundo”.
Los huesos que seremos
Otro libro. Para Navidad y para todo el año, Ensayos. Michel de Montaigne tiene escrito un capítulo titulado Filosofar es aprende a morir. Todo él es una lección de vida, aunque hable de la muerte, o de cómo enfrentarse serenamente a la última hora. El escritor, que es sobre todo un hombre moderno, y desde luego mucho más que la mayoría de los que vivimos en este siglo, cree que las personas somos un “objeto extraordinariamente vano, diverso y fluctuante”. Es difícil encontrar una definición más acertada para este tiempo de Adviento. Y lo que somos, o lo que deberíamos saber que somos, se pone a prueba en estos días en los que invocamos la felicidad, las ganas de vivir y compartir con amigos y familiares. Pero incluso en estas fechas, Montaigne nos pide que tengamos presente que somos seres finitos, y que hay que aceptarlo con naturalidad.
Sin pretender ser moralista, el escritor cuenta algo que leyó a Plutarco y que practicaron los egipcios hace tres mil años. Y así resultaba que, en sus clases altas, tenían por costumbre celebrar grandes banquetes en fechas muy señaladas, como ahora nosotros. Plutarco asegura que, en esas comilonas y justo cuando los comensales estaban tomando los mejores manjares y bebidas, el anfitrión hacía traer un esqueleto de un hombre para que sirviera de advertencia a sus invitados. Después de un rato de contemplación de los huesos la fiesta debía seguir. Y así concluye el señor de la Montaña: “La premeditación de la muerte es premeditación de la libertad”.
Bastará con que esta noche, y durante un instante, reparemos nosotros mismos. En los niños pobres, tan abundantes en la España de Sánchez, la que bate récords de crecimiento económico sin que lo noten millones de españoles
Por supuesto que no vamos a seguir el ejemplo de los egipcios, por muy comprensible que nos parezca un gesto que muchos calificarían hoy de humorística ocurrencia. A mí no me lo parece. En verdad que no hace falta sacar un esqueleto en momentos de alegría. Bastará con que esta noche, y durante un instante, reparemos nosotros mismos. En los niños pobres, tan abundantes en la España de Sánchez, la que bate récords de crecimiento económico sin que lo noten millones de españoles. Ya digo, el esqueleto egipcio tiene forma de recuerdo, es un momento, un segundo para tener presente lo único que somos incapaces de olvidar. Conviene tenerlo presente ahora que la venida está a punto de consumarse una noche más. Para todos, sin excepción,
Feliz Nochebuena. Feliz Navidad, amigo lector.