Lloraba Cospedal, lloraba Viri, lloró, naturalmente, Rajoy. Un valle de lágrimas en el día del adiós. Cuarenta años de política y tres lustros al frente del PP. Una tarde para la memoria, para el recuerdo. Ni un guiño a los candidatos, ni un gesto de compromiso, ni una muestra de apoyo. Rajoy sólo tuvo palabras para su obra, para su esposa, para su partido y, para España.
Esperaban los contendientes, lupa en ristre, su último mensaje, por si había un desliz que pudiera inclinar disputa sucesoria en vísperas de las urnas. Pablo Casado había elogiado en campaña la honesta neutralidad del líder saliente. Mentiras obligadas. Rajoy no ha sido neutro, ni equidistante, ni aséptico. Ha movido sus hilos, ha manejado sus peones. En la tarde del viernes, ante 3.000 selectos compromisarios elegidos por las bases, Rajoy se centró en lo esperado. Reivindicación de lo suyo, casi como si el candidato fuera él. Su pasado, sus jalones de su obra, el fin de ETA, el 155 (“Cataluña no se independizó”), el no rescate, la recuperación económica. “Le hemos dado la vuelta a España por completo, incomparablemente mejor”. Algunos consejos a quienes tomarán el relevo, elogio a la prudencia, a la voluntad de concordia, a la mesura. Mas parecen cualidades de Soraya que de Casado. No fue más allá.
Rajoy también se la juega. Una derrota de Sáenz de Santamaría, su mano derecha durante sus siete años de mandato, se entendería como una enmienda a la totalidad a su gestión. Una estruendosa bofetada, un radical corte de mangas a esa etapa gloriosa que tanto elogiaba. Y por ende, a su heredera. El presidente del PP se va entre lágrimas, de emoción y de frustración. La pasión de la gente y la defenestración inesperada. La ovación eterna y la moción canalla.
Rajoy deja un partido anoréxico, que ha perdido el poder, con una fuga de 3,5 millones de votos y, lo más grave, sin un proyecto promisorio en el horizonte
“Me aparto pero no me voy”, dijo al final. Y habló de lealtad. Un suave bofetón a Aznar, muy revoltoso. Nunca pensó que el partido, que ha presidido casi tres lustros, se sumergiría ahora en una pugna fratricida y casi cruenta. Descreía de las primarias. “Las carga el diablo”. “Así les ha ido a éstos”. Optó por las primarias light diseñadas por su leal Fernando Maíllo, concebidas para tiempos de bonanza.
Rajoy deja un partido anoréxico, que ha perdido el poder, quizás el norte, con una fuga de 3,5 millones de votos en las dos últimas contiendas y, lo más grave, sin un proyecto promisorio en el horizonte. Una fatídica carambola, propiciada por una irreflexiva intervención de Rivera tras la sentencia Gürtel (“un antes y un después”) animó a Sánchez a salvar la cara con una moción en la que nadie creía. Su promotor, el que menos.
No pensaba Rajoy salir así de Moncloa. Ni del partido. Por eso evitó convocar elecciones, porque un presidente “no renuncia”. Más bien, le echan. Así ha sido. Su tendencia al inmovilismo le sacó de importantes atolladeros, como el rescate europeo. Le condujo al desastre, sin embargo, en otros asuntos capitales, como Cataluña. O la moción de censura que se lo llevó por delante en la tarde aciaga de whisky y espinas. No tocaba pensar en los desastres consumados. En la apertura del congreso que elegirá a su sucesor, Rajoy reconoció que “he vivido los mejores años de mi vida, algunos podrían haber sido más cómodos”, reivindicó la política, a los políticos, y se ciscó de paso en “Juego de tronos”, esa ‘serie de culto’ tan equivocada, dijo. Ahora, cerca de la playa, tendrá tiempo de verla.