La inauguración reciente de la Universidad de Austin en Texas ha causado gran revuelo en el mundo académico y periodístico a uno y otro lado del charco. ¿El motivo? La declaración de intenciones de sus fundadores: la iniciativa pretende enseñar, promover y generar conocimiento desde la libre expresión y desde la libertad de cátedra. ¿A qué viene esta tautología, esta redundancia boba de puro obvia? ¿No ha sido siempre esta la definición de la institución universitaria?
No hablo ahora del cada vez menor nivel de exigencia al alumnado, ni tampoco de la deriva tecnocrática y pragmática que la aqueja y que contribuye también a su deterioro respecto de la que ha sido siempre su motivación principal. Estamos ante un problema mucho más grave, del que espero que los lectores ya sean conocedores: la cultura de la cancelación. Este concepto, junto con el de batalla cultural, se ha popularizado y suena a una moda más, producto del inevitable péndulo que opera en toda convivencia humana: cuanto más se estire hacia una dirección más lejos se reaccionará en la contraria. El fenómeno va mucho más allá de estas inercias. Hablamos de ideologías que están acabando con las instituciones nucleares que sostienen la democracia constitucional: la libertad de enseñanza, la libertad de expresión, la presunción de inocencia y la libertad individual, en general.
En España hemos experimentado ampliamente los estragos de la politización y la fagocitación de los campus llevado a cabo por movimientos de un espectro ideológico muy concreto; no hace falta que nos remontemos a épocas oscuras y lugares terribles, como la Universidad en País Vasco y Navarra en los tiempos más duros de ETA (servidora vivió en carne propia la explosión de una bomba en la clase donde tomaba clases de Filosofía, regalito de los amigos que -no lo olvidemos- están ahora en el Parlamento condicionando la firma de presupuestos). Esto fue hace tan solo trece años, pero hoy sigue viva la actitud de censura a través de los ataques, escraches y violencia diarios y más que evidentes, que padecen quienes se alinean con la defensa de la Constitución, especialmente en Cataluña.
Los tintes que han tomado las universidades norteamericanas resultarían cómicos si no tuviéramos en cuenta los efectos devastadores que producen y que son los que han propiciado la creación de esta Universidad
En Estados Unidos el movimiento viene de mucho antes. Su deriva y los tintes que han tomado las universidades norteamericanas resultarían cómicos si no tuviéramos en cuenta los efectos devastadores que produce y que son los que han propiciado la creación de The University of Austin. En este nuevo centro académico no se permitirá la entrada a la censura disfrazada de argumentos tan delirantes como me ofendes/me oprimes/eres machista/eres racista y similares.
Lo importante, como siembre, es remontarse a la raíz del problema. El origen la cultura woke estadounidense y su reflejo en los recintos universitarios se encuentra en el llamado consenso de posguerra. Tanto la II Guerra Mundial como la Guerra Fría generaron un clima de enorme inquietud ante los resultados de ideas fuertes y disparatadas que devinieron en totalitarismos aterradores. La respuesta rápida que se planteó a este problema en el mundo intelectual fueron las terapias del desencanto, la protección y fomento de la libertad individual -especialmente en lo económico- y la promoción de los pequeños mundos morales que quedasen al margen de la política. La moral es privada, el Estado se encarga de proteger los derechos individuales de forma que se produzca bonanza económica y se evite que las creencias personales de cada uno colisionen con las del vecino.
La teoría de los mundos 'líquidos'
Éste fue el programa inicial, en el que coincidieron tanto liberales como Hayek como personajes más a la izquierda como Popper y su teoría de la Sociedad abierta. Podemos nombrar muchos más autores de peso como Rawls y su afirmación de la necesidad de mantener los valores esenciales fuera de la política, en consonancia con las ideas de autores tan distintos como Friedman, o Camus. El estructuralismo francés y la filosofía posmoderna en general trataron de promover la idea de los llamados mundos débiles o líquidos.
Así pues, la izquierda y la derecha alcanzaron un acuerdo tácito al objeto de repartirse el pastel. La mal llamada derecha feliz reclamó que se propiciara y fomentara la libertad de mercado y la prosperidad económica en tanto que la dizque izquierda aparecía más que contenta, casi pletórica por hacerse con el poder cultural e intelectual, que es lo que a largo plazo condiciona toda sociedad y, por extensión, toda economía. Desde hace décadas, han ido desparramando sus ideologías líquidas, la deconstrucción, los nuevos binomios en los que se definen -como antaño- el eje del bien y del mal: hombre-mujer, blancos-resto de razas, heterosexuales-queers, etc Parejas supuestamente antagónicas, mucho más sencillas de vender que la polaridad patrón-obrero que dejó de tener gancho gracias a la bonanza económica que ha vivido Occidente desde la II Guerra Mundial.
Se acabó la era de respetar todas las opiniones, la izquierda posmoderna en nada difiere en esto de las tesis de Marx: antes de llegar al paraíso comunista hay que pasar por la dictadura del proletariado
El problema del relativismo postmoderno es que el ser humano es inevitablemente moral. Las mismas propuestas que acabo de enumerar son morales, pues nos señalan qué elementos y qué factores son más necesarios tanto para la sociedad como para el hombre. Además de morales, somos inteligentes y tenemos anhelo de poder. De poder en general y de poder para ejecutar una política e implantar un modelo de sociedad que consideramos adecuado. Se acabó la era de respetar todas las opiniones, la izquierda posmoderna en nada difiere en esto de las tesis de Marx: antes de llegar al paraíso comunista hay que pasar por la dictadura del proletariado.
Así es cómo las ocurrencias del progretariado tales como “la mujer no nace, se hace”, el New Age, el Black Lives Matters o Greta la ecolo-jeta han acabado no sólo dominando el mundo académico, cultural y social, sino el político. Nos quedamos perplejos ante la iniquidad y delirios de dirigentes como Irene Montero. Le hemos dado la mano al disparate, las espaldas a la realidad y se nos han metido en el fondo de la cocina. Como siempre, ponemos tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias. Por fortuna, en Austin han dicho basta y han puesto pie en pared. Tomemos nota y hagamos lo propio.