Antes de la pandemia, los balcones eran lugares desde donde asomarse al espectáculo del mundo, una cuña de la vida privada con vistas a la calle. También el invernadero en el que los mirones regaban los helechos y el aburrimiento. Al balcón se salía a fumar y a dudar. Era el sitio de los deseos y los miedos. Ahí donde solíamos gritar, que diría Santi Balmes.
Desde que se declaró la cuarentena, el balcón se ha convertido en la hornacina de la catarsis. Un habitáculo para encontrarse con el mundo y burlar el cerrojo que impide bajar a la calle. Al momento de escribir estas líneas, un grupo de niños se contesta el Hola don Pepito, hola don José, de Gaby, Fofó y Miliki. No pueden verse, con el sonido les basta. Lo mismo le ocurre a sus padres a las ocho, la hora del aplauso en la oscuridad, esa pequeña fiesta que comenzó celebrando a los médicos y ahora sirve para sacudirse el desánimo.
Al balcón se salía a fumar y a dudar. Era el sitio de los deseos y los miedos. Ahí donde solíamos gritar, que diría Santi Balmes
No todos tienen balcón. Aquellos que sí, describen los suyos como si de una casa a pie de playa se tratara. En ese lugar donde antes se almacenaban macetas, fregonas y ropa tendida, ahora sucede el momento fugaz de las treguas: beber el café y dejarse tocar por el sol, escuchar el rumor de la calle y pensar en qué hacer cuando todo esto termine.
En tiempos de reclusión, aparece incluso una fenomenología del balcón. Están los que reservan la pequeña cristalera para el ejercicio solitario del yo: la llamada telefónica o el cigarrillo, que nadie escuche, que nadie vea, que nadie opine. Los hay más audaces, como esa chica del tercero que veo correr de un extremo a otro, alguien capaz de convertir esos dos metros cuadrados en un campo de rugby.
Los que pueden disfrutar de una terraza o doble balcón no describen, ¡los glosan! Desde que comenzó la cuarentena, Marina usa a diario su terraza para mirar el cielo de Barcelona, estirar los brazos, almorzar o acompañar a su hijo jugar. Marta, en cambio, que tiene dos balcones con vistas a un patio de vecinos, se asoma todos los días a las 18.30 para bailar con ellos.
El balcón sigue siendo el lugar de las hipótesis y los deseos, sólo que estos que han cambiado de tamaño: salir a caminar, correr sin ser mal visto, beber una caña...
Antes de la cuarentena, a Álvaro le gustaba leer en los bares, una costumbre que no piensa retomar cuando todo esto pase. Desde que se declaró la pandemia, y cuando el sol se lo permite, usa su balcón. Hoy, tendido en una silla de mimbre, ha leído durante más de una hora. Sus vecinos tienen dos niñas pequeñas y aunque no pueda verlas, le divierte escucharlas jugar. Le transmite una sensación de vida en medio de la cuarenta.
El balcón sigue siendo el lugar de las hipótesis y los deseos, sólo que estos que han cambiado de tamaño. Donde antes brotaba el chichón del dinero o el miedo al desamor, ahora emulsionan imágenes más simples: salir a correr sin sentirse fiscalizado, mojar los pies en la orilla de una playa o beber la fría caña del domingo con los amigos. Esa otra vida que se fue hace ya cinco días y que todos esperan, asomados, hasta su regreso.