Ninguno de nosotros podía imaginar que era posible vivir un Jueves Santo y un Viernes de Pasión sin procesiones en España. Todos los años algunas cofradías se quedaban sin su liturgia porque la lluvia lo impedía, pero la mayoría recorrían las calles abarrotadas en cientos de localidades. Ocurre que el coronavirus ha llegado para cambiarlo todo y, por primera vez desde la Guerra Civil, los pasos se quedan dentro de las iglesias en esta anómala Semana Santa de anómalo confinamiento.
Ni procesiones ni plegarias ni saetas ni nada de nada. Las calles están desiertas y las celebraciones, como todo en estos días, tienen que hacerse en cada domicilio. No hace falta ser un feligrés de misa de domingo para comprender la magnitud de esta abrupta modificación de las costumbres patrias y para empatizar con todos aquellos que, tras un año preparando la procesión de turno, ahora obtienen como premio esta enorme frustración.
En todo caso, la mayoría de los fieles tendrá la posibilidad de redimirse el año próximo. Al igual que podrán hacerlo todos esos ciudadanos más devotos de la playa que de la religión y que hoy lloran en casa, algunos incluso tras ser justamente multados, por no poder viajar en busca de su adorado sol. También se está hablando mucho, y con razón, de cuánto van a perder la industria del turismo y la hostelería en esta semana de pascua. Estas circunstancias sobrevenidas van a machacarlos, sí, pero también muchos hosteleros y hoteleros se recuperarán aunque sea en parte dentro de algunos meses (ojalá supiéramos cuándo).
En cambio, para unos pocos el tren no volverá como consecuencia del confinamiento y de la consiguiente suspensión de actos religiosos. Me refiero a los indultados de Semana Santa. Parece que ahora que vivimos encarcelados en casa nadie se acuerda de los que viven encarcelados todo el año. Yo los recordé y los vinculé a la festividad este jueves, vigésimo sexto día de reclusión, por una de esas inexplicables asociaciones de ideas, cuando mi pequeño se puso a jugar con un muñeco que me trajo a la mente a esos nazarenos de la imagen.
Ha pasado inadvertido que el Gobierno ha decidido que este año no se indulte a nadie en estas fechas. La razón que se esgrime para la eliminación de las medidas de gracia es que están ligadas a las procesiones de determinadas cofradías. Como no hay procesión, no hay libertad para los condenados. Teniendo en cuenta que en 2019 el Ejecutivo del PSOE indultó a seis reos y en 2018 el Ejecutivo del PP indultó a cinco, toca concluir que un puñado de reclusos no van a quedar libres estos días por la reclusión que padecemos. Eso sí que es un daño colateral y no lo que dicen algunos sobre lo que pasa en las guerras.
El coronavirus, experto en aplazar cosas, ha aplazado una tradición de indultos gubernamentales que precisamente se instauró a causa de una procesión en medio de una epidemia. ¡Qué carambolas tiene la Historia!
Lo más paradójico del asunto, además, es que la tradición del indulto gubernamental en España trae causa precisamente de una epidemia. Aunque existen precedentes del siglo XV, lo cierto es que esta figura legal ha llegado a la actualidad porque en 1759 el monarca Carlos III dictó una orden real para permitir los indultos a presos a raíz de un suceso acontecido ese año en Málaga.
La ciudad andaluza estaba siendo azotada por una virulenta epidemia de gripe. Los presos malacitanos pidieron que, pese a la enfermedad, les dejasen pasear la imagen de Jesús El Rico por las calles. Como no se lo permitieron, se amotinaron, se escaparon, celebraron la procesión por su cuenta y riesgo y luego regresaron a sus celdas. Impactado, Carlos III concedió a la cofradía de Jesús El Rico la posibilidad de indultar a un preso cada año. Algo que después se extendió por diferentes lugares del país.
Así, el coronavirus, experto en aplazar cosas, ha aplazado una tradición de indultos gubernamentales que precisamente se instauró a causa de una procesión en medio de una epidemia. Qué carambolas tiene la Historia. Una carambola que viene a cuento porque el vínculo entre las pandemias y la religión siempre ha sido bastante sólido.
Por ejemplo, leyendo National Geographic recuerdo que en el año 590, cuando la peste -madre de todas las pandemias- había rebrotado en Roma, el papa Gregorio Magno montó una procesión de miles de personas para pedir ayuda a Dios. Cuenta la leyenda -y a mí me lo narró Jorge Bustos en un viaje a la ciudad eterna- que cuando los fieles llegaron ante el mausoleo del emperador Adriano apareció el arcángel san Miguel, que desenfundó su espada y detuvo la epidemia, por lo que el lugar pasó a llamarse castillo de Sant' Angelo.
Ahora, tantos siglos después, la semejanza es que una pandemia nos azota y la diferencia es que se prohíben las procesiones aunque antes se permitieron demasiados partidos de fútbol, manifestaciones y mítines. Otra diferencia, claro, es que para superar la enfermedad hoy no miramos al cielo, sino a personas de carne y hueso que, ataviadas con sus mascarillas, sus batas y sus guantes, trabajan a destajo en los hospitales para salvarnos a todos.