Opinión

El volantazo fiscal de Trump

Nuevos aires en la política norteamericana tras la salida de Steve Bannon como estratega principal de Trump y el aparentemente ascenso de John Kelly como organizador entre bambalinas del caótico

  • Donald Trump, presidente de Estados Unidos

Nuevos aires en la política norteamericana tras la salida de Steve Bannon como estratega principal de Trump y el aparentemente ascenso de John Kelly como organizador entre bambalinas del caótico rumbo de Trump.

Las informaciones y rumores que se están conociendo en torno a la reforma fiscal de Trump indican ciertos cambios importantes con respecto a la revolución fiscal que prometía el Presidente, en particular en lo relativo a la tributación empresarial. Y, fieles al estilo Trump, son infaliblemente contradictorias.

Reforma "a la europea"

Tal vez por el nuevo rumbo que se quiere imprimir a la estrategia política de Trump, su necesidad de contentar a su partido o por la necesidad de aprobar al menos una reforma fiscal, la cuestión es que el típico teatro político está conduciendo a que se hable de un nuevo tipo impositivo federal para las empresas de entre el 22% y 25%, más probable este último según algunos analistas (el mismo, por cierto, que España).

Es decir, una notoria rebaja (habrá que ver los tiempos de aplicación y si cuando se llegue a destino estará Trump de presidente) que según los acuerdos que al parecer van alcanzándose se combinará con la modificación o redefinición de la base imponible, aquellas rentas sobre lo que el Fisco decide aplicarle la mordida.

Por tanto, lo que va quedando claro, tristemente, es que de revolución fiscal hemos pasado a reforma fiscal, y además "a la europea". O dicho en términos académicos, una reforma tributaria "neutral". O dicho llanamente, una reforma fiscal que no busca reducir la recaudación o bajar realmente los impuestos, sino cambiar su configuración y reducir distorsiones colaterales.

De hecho la gran revolución fiscal empresarial prometida por el magnate lo era precisamente porque apostaba por una ambiciosa reducción del tipo impositivo. Desde un tipo nominal federal que no ha cambiado en casi veinte años y que asciende al 35% (al 40% si se le suma los impuestos locales y estatales) hasta un 15%. Eso es lo que define una revolución fiscal, reducir drásticamente el único parámetro que afecta a todos los obligados tributarios y sobre el que gravita la imposición efectiva (que a veces pueda ser superior o inferior). Es una medida clara, sencilla y que filosóficamente fija una posición fuerte de revolución tributaria y rebaja real de impuestos. Por el contrario, la menor disminución del tipo nominal y su combinación con la redefinición de la base imponible se enmarca dentro de un enfoque basado en una premisa: "Yo, Fisco, reduzco el golpe de mi mazo pero a cambio de extender más mis tentáculos y golpear a más contribuyentes". Esta visión no es la de una revolución fiscal, ni mucho menos.

Hacia un sistema territorial

Con todo, parece que se está afianzando una idea relacionada con el comercio exterior tan llamativa y tan contradictoria como las múltiples direcciones que toma la pelirroja cabellera del Presidente Trump. Aparentemente existe una voluntad consensuada de permitir (es decir, reducir la sobreimposición) la repatriación del dinero que acumulan las grandes multinacionales americanas fuera de EEUU: Apple, Microsoft y Alphabet (Google) ya suman más de dos billones de dólares fuera. Y, sobre todo, reformar la tributación internacional estadounidense sobre las empresas para instaurar un sistema territorial o semi-territorial.

Actualmente, en EEUU opera el sistema de renta mundial, es decir, si una empresa estadounidense gana dinero en Madrid, para el Tío Sam es como si lo hubiera ganado en Los Ángeles. Resultado: las empresas pagan dos o más veces por lo mismo, porque las medidas correctoras para evitar esta injusticia no son eficaces y además no son instantáneas.

Es un sistema que perjudica especialmente a las multinacionales que radican sus cuarteles generales en EEUU, aunque hoy en día no hace falta hablar de grandes empresas, una mediana empresa puede estar ya creando actividad en el exterior. Por eso el sistema de tributación mundial incentiva que las empresas muevan sus matrices al extranjero o bien que se pongan a la venta para ser adquiridas por una empresa extranjera, y eso significa trasladar trabajo muy cualificado y todas las relaciones comerciales y económicas que se han tejido en la ciudad de origen, al extranjero, entre otras consecuencias.

Sin embargo, en un sistema territorial básicamente se atiende al impuesto en vigor en cada territorio, por lo que se disminuye la importancia del impuesto Yankee cuando las rentas se obtiene en otro país. Reducir esta penalización obviamente tiene positivas consecuencias para la libertad comercial, las inversiones en el exterior y la globalización. Algo que al mercantilista Donald Trump debería ponerle los pelos de punta, pero es a lo que, sin embargo, conduce todos estos complicados vericuetos fiscales.

También existen numerosas consecuencias para las empresas y trabajadores estadounidenses. De hecho, hay algún trabajo de investigación que ha llegado a un par de conclusiones interesantes, a las que probablemente no diera crédito el Presidente: que un incremento del 10% de las inversiones en el exterior se correlacionan con un incremento del 2.6% de las inversiones en el interior. Y que un incremento del 10% de la remuneración a los trabajadores empleados en el exterior se correlacionan con un incremento del 3.7% de la remuneración a los trabajadores nacionales.

Rechazar estas ideas casa muy bien con el objetivo de fondo de las políticas redistributivas: es preferible perjudicar al rico a costa de perjudicar al pobre, que beneficiar a ambos. En el caso del comercio exterior, tanto los trabajadores nacionales como extranjeros se verían beneficiados de cambiarse el sistema tributario de EEUU a uno territorial.

Quizá le sería más fácil de entender al ínclito presidente si recordara la política fiscal de Obama, que fue un acérrimo defensor del sistema mundial (todavía más agresivo que el actual) y un beligerante detractor de un sistema territorial menos perjudicial con el comercio y la libertad económica.

Conclusión

En cualquier caso, queda claro que los burócratas y políticos están tomando más importancia que las ideas originales de Trump en esta materia y que el prometido tigre fiscal estadounidense rugirá más que un gatito, eso sí, con todo el potencial de una economía extremadamente capitalizada y competitiva. Y como siempre, el destello contradictorio, marca de la casa, que será muy beneficioso para las empresas estadounidenses pero también para la población de otros países en las que éstas desembarquen u operen.

Al final, lo que ejemplifica este caso de impuestos es que no debemos esperar un salvador que nos libere de una regulación injusta, de una mala situación económica o de un periodo políticamente olvidable, y que cambie las cosas de raíz, como algunos esperaban que fuera Trump. Ese papel estará siempre reservado a nosotros.

Apoya TU periodismo independiente y crítico

Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación Vozpópuli