Gaël Monfils es un señor alto, espigado, de cara muy expresiva y de piel negra que nació en París (Francia) hace casi 37 años. Lleva jugando al tenis más o menos desde principios de este siglo. Digamos que dos décadas.
La verdad es que nunca destacó demasiado. Como a tantos, le tocó vivir la época de los Tres Reyes (Federer, Nadal, Djokovic), en la que era casi imposible vencer en un campeonato de importancia porque todos los ganaban ellos. Monfils, en estos años, ha conseguido algunas cositas, muy pocas; algunos torneos de ATP 250 y 500, nunca uno de 1.000 y mucho menos uno de los grandes. Lleva compitiendo en Roland Garros desde 2005. Solo una vez, hace quince años, logró meterse en las semifinales. Perdió contra Federer, como es natural, como le pasaba a todo el mundo.
Le pusieron delante a un atleta de 22 añitos, el argentino Sebastián Báez, un miura incansable y malencarado que anda por el puesto 42 del mundo y que juega al tenis a cañonazos
Por alguna razón, seguramente porque siempre cayó bien a la gente y porque ya es muy mayor para el tenis, lo metieron en la primera ronda de este Roland Garros que se está jugando ahora en París. Sonaba a homenaje y a despedida. Monfils no había ganado ni un puñetero partido en lo que llevamos de año. Ocupaba el puesto 394 del ranking mundial. Qué pintaba allí. Era claramente un adiós. Le pusieron delante a un atleta de 22 añitos, el argentino Sebastián Báez, un miura incansable y malencarado que anda por el puesto 42 del mundo y que juega al tenis a cañonazos. Ese chavalote era el encargado de vencer y jubilar con honores a Monfils.
Al principio todo fue como estaba previsto. Báez ganó cómodamente el primer set. Monfils tiró de pundonor y se llevó el segundo… quizá con la transigencia del rival, que no quería humillarlo del todo. El francés también ganó el tercero, pero ya con muchas dificultades porque se cansaba. En el cuarto cayó reventado por un inexorable 6-1. No podía con su alma. En el quinto y último set, después de tres horas de pelea y bravura, el extenuado Monfils iba perdiendo por cuatro a cero. Aquello estaba visto para sentencia.
Y entonces sucedió algo. No es fácil saber qué fue. Yo creo que todo comenzó en el público, que suele ponerse de parte del débil, que debió de sentir lástima de su compatriota y empezó a jalearle. Con fuerza. Cada vez con más fuerza. Los franceses pueden ser muy hooligans (bueno, lo mismo que los argentinos), pero aquello empezó a tomar proporciones de levantamiento romántico. Algo casi patriótico.
Y el veterano Monfils, increíblemente, reaccionó. Empezó a sonreír como sonríen los niños en la mañana del día de Reyes. Volvió a correr a por la pelota. Cuatro a uno. El público, unas 12.000 personas, bramaba cada vez que Monfils ganaba un punto. Cuatro a dos. También celebraban a rugido limpio los errores de Sebita Báez, cosa que no debe hacerse porque el tenis es un deporte de gente educada, pero en fin. Cuatro a tres. Monfils sonreía y sonreía como si de pronto tuviera alas.
Esto a un finlandés no le afectaría, digo yo; ni a un búlgaro, ni a un japonés, que suelen ser especies de sangre fría. Pero a un argentino sí, porque son gente, en su mayoría, sentimental y apasionada
Cuando el francés empató a cuatro sonó, como un trueno, La Marsellesa, afinada (es raro esto, ¿eh?) por doce mil gargantas dispuestas a empujar la gloria a gritos. Los franceses están muy orgullosos de su hermoso himno nacional, no como nosotros. El toro argentino ya no sabía qué hacer: estaba, literalmente, acojonado, porque tenía que competir no solo con aquel señor mayor sino con el huracán desatado en el público. Esto a un finlandés no le afectaría, digo yo; ni a un búlgaro, ni a un japonés, que suelen ser especies de sangre fría. Pero a un argentino sí, porque son gente, en su mayoría, sentimental y apasionada. Y Sebita Báez, que es argentinísimo, se sentía acorralado, intimidado, aplastado por la irresistible pasión de la multitud.
Además, sobre la cabeza de Monfils (que reía, no dejaba de reír de pura incredulidad, de pura dicha) parecía haberse posado la voluntad del cielo, porque acertaba golpes imposibles y metía en la pista bolas que deberían haber acabado flotando en el Sena o pinchadas en la punta de la torre Eiffel, de tan desatinadas como iban. Pero no: hasta la fuerza de la gravedad y las demás leyes de la Física habían tomado partido por el francés, eso lo veíamos todos.
Monfils empezó a cojear dolorosa, dramáticamente, atacado por súbitos calambres que seguramente eran fruto de los nervios y de un esfuerzo físico sobrehumano. Pero espíritus desconocidos empujaban hacia la parte de la tierra roja donde se desesperaba el chaval argentino, hacia las líneas, hacia las esquinas imposibles, las pelotas que el francés lanzaba al aire como si fuesen pájaros, como si fuesen melodías, como si fuesen sueños. El público enloquecía con cada punto. La Marsellesa estallaba en las gradas una y otra vez. Era un absoluto delirio.
Luego cojeó hasta el centro de la pista y se dejó caer de espaldas sobre la tierra roja, sollozando como un chiquillo. Se tapaba la cara con las manos para que no le viesen llorar
Esto que cuento sucedió en la noche del 30 de mayo. Como habría dicho Rafael Alberti, “que nadie se olvide”.Gaël Monfils, deshecho como estaba, ganó el último set, que empezó perdiendo por 0-4, con un inaudito 7-5. Se llevó el partido. Luego cojeó hasta el centro de la pista y se dejó caer de espaldas sobre la tierra roja, sollozando como un chiquillo. Se tapaba la cara con las manos para que no le viesen llorar. Es extraño que el estadio no se viniese abajo derribado por los gritos, por los cánticos, por los abrazos, por el incendio de tanta felicidad.
Una señora de la organización le preguntó, un minuto después: “¿Cómo lo has conseguido?” Monfils señaló con la mano a las gradas y su sonrisa dijo: “Vous l’avez fait”. Vosotros lo habéis hecho.
El tenista francés salió esa noche del mundo de los mortales y entró en la leyenda. Ya da igual lo que haga a partir de ahora, es indiferente que gane o pierda. Si viviésemos en otro tiempo, su gesta se convertiría en cantares y en historias que los mayores contarían a los niños junto al fuego, en las noches frías, durante generaciones. Nadie que lo haya visto podrá olvidar aquella media hora final en la que Monfils despegó las zapatillas de la pista Philippe Chatrier y subió al cielo en cuerpo y alma.
La gloria, la gloria en estado puro (que fue lo que él alcanzó), la felicidad completa, no pertenece al mundo de las cosas humanas, como por ejemplo el tenis o el euribor o las campañas electorales
Esto va mucho más allá del tenis. Es un ejemplo invencible de superación personal. Es la demostración de que entre todos, gracias a la Fraternidad humana, el heroísmo no es imposible. De hecho, Monfils se retiró del campeonato después de su inconcebible gesta. En la siguiente ronda le esperaba un carnívoro danés de 20 años, Holger Rune, que sin la menor ruda lo habría destazado de dos mordiscos. Pero la verdadera razón de que el inmenso francés abandonase la contienda no es esa. Es que la gloria, la gloria en estado puro (que fue lo que él alcanzó), la felicidad completa, no pertenece al mundo de las cosas humanas, como por ejemplo el tenis o el euribor o las campañas electorales. La gloria es una sustancia sagrada que está hecha para asombro y paradigma de quienes tienen la suerte de contemplarla; para ser recordada y repetida y cantada per in saecula saeculorum, que es lo que estoy haciendo yo ahora, y no soy el primero ni seré el último.
Así que, por favor, que nadie piense que con esta historia sobre un tenista francés que resurgió de sus cenizas estoy haciendo una parábola, pues yo qué sé, sobre Sánchez (ese gran ajedrecista de sí mismo) y sobre su gambito de dama electoral. No es así. Estoy hablando de una proeza que está por encima de la condición humana. La convocatoria electoral del próximo mes de julio será olvidada en unos años y habrá que buscarla en la Wikipedia entre decenas de otras convocatorias electorales. La noche del 30 de mayo en París pertenece al mundo de lo perdurable, de lo que se ve muy pocas veces en la vida. Alberti escribió hace cien años un poema sobre un futbolista húngaro, Platko, que ha pasado a la historia gracias a aquellos versos. Con esto sucederá igual.
Ahora que lo pienso. Tiene suerte este hombre, Monfils, de ser francés y de jugar al tenis. Si fuese español y jugase al fútbol, le habrían llamado mono, mono, uh, uh. Por ser negro.
Messidor
No, de verdad, insisto porque creo que es importante. Fíjense ustedes: el autor nos ha llevado en volandas hasta identificarnos, muy pronto, con un jugador, Monfils. Nos ha mostrado magníficamente toda la épica de la situación, del desarrollo del partido. A esas alturas a los lectores nos importaba lo más mínimo si el jugador era blanco, verde o azul. Estábamos viviendo y disfrutando su epopeya. Y ahora va el columnista y se agacha ante los sagrados conceptos del neopuritanismo. Lástima.
Messidor
Qué manera de estropear una columna tan bonita y emocionante con un párrafo final perfectamente imbécil. En fin, gracias por la parte buena, que es casi toda.
Chus
QUe lástima, politizar al final este bellísimo ensayo. De todas formas, lo he disfrutado (casi hasta el final). Muchas gracias, don Luís
mariem
¿Qué le hace pensar, Sr. Algorri, que alguien pueda pensar que intenta hacer una parábola entre el tenista francés y Pedro Sánchez? A mí ni se me había ocurrido tal cosa, juas, juas.
vallecas
No sea ridículo D. Luis "......que nadie piense que estoy haciendo una parábola......". es precisamente lo que hace. Hay que ser un desalmado para comparar a Monfils con Sánchez. Ni una palabra de los resultados del pasado domingo.. Una pregunta para terminar ¿es usted un demócrata ?
Renglan
Osea que alcanzar la gloria es alcanzar la felicidad y que además es duradera. Osea que la felicidad, simplemente ,se encuentra. No se ha de buscar ni perseguir ni imaginar. Osea que la felicidad existe, Felicidad, placer, éxtasis, (excitación nerviosa....)